sábado, 16 de julio de 2022

Mario Mendoza, la Cárcel

 

Una de las experiencias más demoledoras es la cárcel. Estar preso es algo que jamás se olvida. No importa si es una cuestión de días o de años. Es una marca imborrable que se lleva para siempre. Sin embargo, como suele suceder en las zonas límite de la realidad, en la prisión también hay lecciones que engrandecen, momentos en los cuales aparece de repente lo mejor de nuestra vilipendiada condición humana. 

En 1988 fui detenido de manera preventiva en Jerusalén y conducido a una guarnición del ejército. Allí estuve varios meses. Parte de esa dureza que aprendí en la cárcel la reflejé luego en novelas como Cobro de Sangre y Buda Blues. No es fácil aguantar sin desmoronarse en una situación semejante.

 Hay que quedarse quieto y aguantar. El equilibrio puede perderse en cualquier momento y de allí en adelante todo es abismo.Me hice en una barraca con otros latinoamericanos, la mayoría de ellos detenidos por asuntos de drogas. Yo estaba bajo el rótulo de “investigación por apoyar a grupos terroristas palestinos”. Todo se debía a una camaradería con unos integrantes radicales de la OLP que vivían en el Hotel Faisal, lugar donde me habían detenido.Un domingo en la mañana, uno de los guardias paró a una muchacha palestina cuando ya estaba ingresando en el patio, le revisó de nuevo una cesta en donde había un poco de comida, y le decomisó una torta de berenjena sin mayores explicaciones. 

El novio de la joven era un compañero argentino de mi barraca, Claudio, un tipo gentil y tranquilo al que habían capturado con el pretexto de que estaba traficando comida en un campo de refugiados. La muchacha palestina le contó a Claudio, con los ojos arrasados en lágrimas, que le habían quitado la torta que con tanto cariño le había horneado el día anterior. 

Claudio asintió, no dijo nada, no emitió una sola queja e intentó calmar a su novia con una actitud de imperturbabilidad envidiable.Esa misma noche se declaró en huelga de hambre. No fue posible hacerlo entrar en razón. 

Estaba al límite de sí mismo. Los guardias creyeron que Claudio fanfarroneaba y que tarde o temprano el hambre lo vencería hasta el punto de obligarlo a recibir algún bocado. No, los días pasaban y mi compañero sólo bebía agua, nada más. Se recostó en su camastro y se dedicó a leer y a dormir. La noticia se filtró más allá de los muros de la prisión y varios camaradas de derechos humanos empezaron a presionar. Claudio bajó de peso con rapidez y adquirió un color amarillento, enfermizo, como si la piel fuera de caucho. 

Las autoridades lo visitaron y le dijeron que se echara para atrás, pero nada, él ya había cruzado esa línea en donde la cordura es algo irrelevante.Intentaron regresarle una torta idéntica a la que habían decomisado, pero él alegó que no, que la primera la había cocinado su novia y que era especial, irremplazable. Lo sacaron a la enfermería ya muy débil y días después nos enteramos de que había contraído una neumonía y que había muerto en un hospital en Ramallah. 

El siguiente domingo entró, como siempre, la joven palestina. Un sacerdote católico daba misa en nuestra barraca al mediodía. Yo escuchaba de lejos y nunca participaba. Ella llegó, nos saludó a todos con cierta complicidad triste y dejó sobre una mesa improvisada una torta de berenjena. 

El sacerdote terminó la ceremonia en nombre de Claudio y entonces partimos la torta y todos comimos un pedacito. Mientras masticaba, cerré los ojos y repetí mentalmente: éste es mi cuerpo y ésta es mi sangre…Fue la primera y la última vez que comulgué.

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