miércoles, 6 de enero de 2021

Escritos cortos del colombiano ; Luis Guillermo Franquiz

 

Tendría alrededor de ocho o nueve años, creo; no lo recuerdo con exactitud. Es un conjunto de imágenes y sensaciones que apenas puedo reconstruir en retrospectiva. Se asemeja a las piezas de un rompecabezas que he logrado ensamblar con lentitud y una pequeña sonrisa final. En algún momento, antes de todo lo que ocurriría después, debo haber visto en alguna parte la película The Wiz, con una jovencísima Diana Ross interpretando a Dorothy y Michael Jackson haciendo de Espantapájaros, en una versión alternativa de El mago de Oz con actores negros. Era un musical. Tal vez fue el primer musical que yo viera en mi corta vida.
Recuerdo haber sentido mucha fascinación por los zapatos de tacón que usaba Diana Ross en la película, y el vaporoso vestido que bailaba alrededor de sus piernas. Eso permanece conmigo. En esa época escolar, con mis padres trabajando, yo solía pasar las tardes entretenido en mis juegos en solitario, pintando dibujos o coleccionando hormigas en el patio de la casa, hasta que cualquier adulto llegaba después de las 5 pm. Era una rutina invariable.
Esa tarde en particular, a mí me dio por probarme los vestidos de mi madre y ponerme sus zapatos de tacón. Había muchos y de distintos colores. Me los probé todos y todos me quedaban grandes, por supuesto; pero yo igual caminaba y saltaba y bailoteaba con ellos por toda la amplia sala de losas de granito pulido. Me sentí tan entusiasmado que me puse a dar vueltas vertiginosas, muchas vueltas, hasta que me detuve en seco debido a la figura de Eloísa, la muchacha que nos ayudaba con la limpieza, junto a la puerta de la cocina. Puso los brazos en jarras y me dijo que fuera a quitarme el vestido y los zapatos. Jamás había estado tan asustado y arrepentido como al final de esa tarde.
Pensé que Eloísa me acusaría con mis padres, pero eso nunca sucedió, se convirtió en un secreto entre nosotros. De todas formas, mis ensayos y volteretas con los vestidos de mi madre se detuvieron con la misma rapidez con la que habían comenzado. No tanto por el temor a que la muchacha revelara mis bailes vespertinos, sino porque mi atención se centró en otra cosa. La infancia y la adolescencia de la mayoría de los homosexuales se asemeja a un laberinto enrevesado sin hilos de Ariadna que ayuden a descifrar el mejor recorrido. Ese episodio quedó archivado en mi memoria, no obstante.
Hace poco volví a ver la película The Wiz. Me reencontré con Diana Ross convertida en Dorothy y sus zapatos de tacón alto, brillantes y atractivos. Sonreí, por supuesto; pero esta vez me fijé mejor en la trayectoria del personaje: una muchacha insegura atravesando un territorio desconocido y tratando de seguir el recorrido de un hermoso camino amarillo, acompañada por varios personajes interesantes y llenos de debilidades, como ella. Supongo que cada quien ve e interpreta a su manera. Yo me identifiqué casi de inmediato con esas manifestaciones intangibles: la incertidumbre, la inseguridad, la esperanza, el miedo y el coraje para seguir adelante. Y los zapatos de tacón alto, por supuesto.
Pertenezco a esa rara clase de homosexual que detesta el maquillaje, los vestidos y los zapatos de mujer. Lo que pocos entienden es que uno vive en un mundo lleno de contradicciones, porque si bien es cierto que soy muy afeminado, esas transformaciones en alguien más, esas metamorfosis, no van conmigo. Eso sí: respeto y admiro bastante a quienes lo hacen y lo logran, pero creo que soy muy flojo para tanto trabajo y dedicación. Me conformo con ser, y allí ya tengo bastante confusión para encima agregarle ropa interior femenina o zapatos de tacón alto. Pero esa es harina de otro costal.
Después de ver la película tropecé con mis Converse rojos. Son los zapatos que me acompañaron en mi viaje de regreso desde Bogotá. Están sucios y estropeados, magullados, pero todavía resisten. Son unos buenos zapatos. Y rojos. En una extraña asociación de ideas, me dije que esos Converse podrían ser mi versión de los zapatos de rubí. Mi sonrisa se ensanchó. Cuántas veces, durante el largo recorrido de vuelta, hubiese querido cerrar los ojos, golpear tres veces los talones y repetir: “No hay lugar como el hogar” para estar de nuevo en casa; pero eso nunca sucedió, y es sólo ahora cuando hago esta asociación de imágenes.
Volví a fijarme en los zapatos arrojados al fondo del clóset. Los saqué para desempolvarlos. Me quedé con la idea de que había sido yo quien llegó con esos zapatos, que eran un accesorio secundario, pero ahora pienso que fueron ellos los que me trajeron a mí de vuelta, porque tienen su magia particular. Quizás no me llame Dorothy ni atravesara caminando el país de Oz, pero me conformo con la certeza de que tengo mi propia versión de las zapatillas de rubí, y en lo sucesivo los usaré con mucho respeto. Y eso es suficiente.

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