miércoles, 14 de marzo de 2018

La historia de Mercurio

La historia de Mercurio

mina mercurio
Hace varios años visité unas minas que hoy en día ya están clausuradas, entre otras causas por las enfermedades que  producía  a los hombres la extracción de material del su subsuelo, a veces a varios cientos de metros de profundidad.
Cuando nos explicaron la labor que se desarrolló en aquellas minas desde tiempos de los romanos, nunca nos dijeron que a esos hombres les ayudaban unos animales, pequeños y robustos, y que sin la ayuda de ellos nunca hubiera sido posible dicha extracción. Las enfermedades también a ellos les producían los mismos efectos que a los hombres, pues respiraban el mismo aire contaminado; hoy en día en la entrada de la mina hay un monumento al minero, pero ninguno dedicado a su inseparable y forzado “amigo”: el poni, el  cual  trabajó, y sufrió  las mismas consecuencias y  enfermedades, que los mineros. Muchos de estos ponis murieron dentro de las minas, sin haber visto jamás la luz del sol.
* * *
—El domingo vamos al campo, ¿dónde deseáis ir?
Mi trabajo es el más maravilloso del mundo. Estoy rodeado continuamente de personas de mirada tierna y sincera, serena, sin odios ni malicia, una mirada dulce. Trabajo con personas con discapacidad psíquica.
—¡A ver animalitos! —respondieron casi al unísono; parecía que se hubieran puesto todos de acuerdo.
Y pensé en algo, en alguien con corazón.
—Bien, iremos a ver una granja especial, con muchos animales —respondí—. Y le diré al granjero que os cuente historias de los animalitos que le alegran la vida. Los animales son su vida, él los recoge cuando nadie los quiere. Así somos los humanos. Utilizamos todo, y cuando no nos sirve, lo arrinconamos. Lo hacemos también con ellos, los que nos dan todo y nos acompañan en los momentos más difíciles de nuestra vida; lloran y sufren con nosotros. Ya os lo explicare mejor algún día. Cuando los demás te abandonan, ellos siguen siempre a nuestro lado.
Mis ‘alumnos’ me escuchaban con esa mirada dulce y entrañable que constantemente tienen, esa mirada que me cautivó desde el primer día que tuve la suerte de conocerles allá por septiembre de hace cuatro años en una noche lluviosa, mi primera noche de Monitor de Ocio.
* * *
Los animales campaban por la granja libremente, eran felices, no había jaulas, el campo era su hogar y el cielo su techo.
Y ellos, los de mirada de cielo, jugaban y les tocaban, reían y se asustaban, preguntaban, todo era nuevo para ellos y el granjero y yo les acompañábamos y les sacábamos de dudas en sus miles de preguntas con respecto a los diferentes animales que por la granja pululaban.
Atardecía cuando llegamos a un establo. En la puerta estaba el más puro y bello caballo, blanco como la nieve, pero de mirada triste y ausente, y el cuerpo manchado de cicatrices. Eran las huellas que su destino había dejado en él. Había estado en compañía de ‘hombres’.
poni
—Mira Malolo! —me señaló  Borja—. Un aballo (caballo) ñeño (pequeño).
Yo le expliqué que  esos caballos se llamaban ponis y son así de ‘ñeños’ (pequeños).
Ojos de ‘besugo’ pusieron todos los que me escuchaban, y naturalmente empezaron a  preguntar.
—Su carácter es dócil y su constitución fuerte. Solo llega a medir como máximo 1,50 cm. de altura, suele vivir entre veinte y treinta años. Este tipo de animales necesita de un lugar amplio para vivir, tiene un carácter muy dócil y bla bla bla…
—¡No aburras a los chiquillos! —me espetó el granjero, antiguo minero—. Os voy a contar la historia de Mercurio, pero no os acerquéis mucho a él, no le gustan las personas, le han hecho sufrir mucho y se asusta.
Lo trasladé a la granja para curarlo. Iban a llevarlo a un matadero. Ya era viejo, tenía siete años y no servía para tirar de la vagoneta.
—Todo comenzó así —dijo el granjero—. Lo trasladé a la granja para curarlo. Iban a llevarlo a un matadero. Ya era viejo, tenía siete años y no servía para tirar de la vagoneta.
Caras tristes y llorosas empecé a observar, y una atención desigual hacia el granjero por parte de la mayoría de los  chavales.
—Su cuerpo estaba completamente lleno de heridas y su cara era, si lo entendéis, de resignación. Era el final de una vida que para él no había sido nada feliz. Todavía lleva la tristeza en sus ojos y creo que morirá con ella. Las marcas de sus heridas llenan todo el espacio de su piel, mirad su pata.
—No pude salvar a todos —prosiguió el granjero—. Me vendieron este y lleva ya conmigo tres años, cojeaba y sigue haciéndolo. Cuando llegó a la granja no dejaba que se acercase nadie. Era huraño, pegaba coces, relinchaba y cuando llegaba la noche comprobé que no podía dormir con la luz apagada, ni deseaba nunca meterse en su establo. De hecho, nunca lo ha hecho. Le aterroriza la oscuridad, deduje por fin.
—Muchísima paciencia y cariño. Me costó casi un año ganarme su confianza. No deja que nadie más se acerque a él, parece que odia a las personas. Le fui curando sus heridas, menos su pata que la tenía destrozada. Se morirá cojo. Lo que no he conseguido tampoco es apagarle la luz por la noche. Relincha en cuanto lo hago y no deja de hacerlo hasta que vuelvo a encenderla. Tampoco se mete al establo, así que le dejo la comida fuera.
—Me preocupé por conocer la historia de Mercurio —siguió el granjero— y ésta me llevó a una mina que ya está cerrada. A Mercurio lo separaron de su madre al poco tiempo de nacer y lo empezaron a usar para tirar de las vagonetas que sacaban este material a la superficie desde un malacate de caballerizas donde ocho o diez mulas más, atadas a éste y dando continuamente vueltas, lo extraían de las plantas inferiores. Mercurio empezaba a tirar de las vagonetas llenas de material desde el malacate hasta la entrada de la mina, a las seis de la mañana. Mercurio nunca, nunca vio la luz del día.
—Al poni le pusieron el nombre del material que sacaba a la superficie, Mercurio. Así estuvo siete años, amarrado al castigo que los hombres le habían impuesto únicamente por ser un ‘ser inferior’. Su fin sería morir de silicosis o extenuado, o lo llevarían al matadero, donde lo encontré.
—Mercurio, me fijé, tenía los ojos completamente rojos, un rojo color sangre. Nunca había visto la luz. Nació y creció en las entrañas de la mina. Él solo acarreaba vagonetas y, antes de llegar a que le diera un mínimo rayo de sol al final del túnel, descargaban las vagonetas y debía volver adentro, a las entrañas, a la oscuridad. Así pasó cada día durante siete años.
—Mercurio lleva unos parches para proteger sus ojos de la luz. Está casi ciego. Tiene una enfermedad crónica y por eso se asusta con la luz apagada y no deja que se acerquen personas a su lado—.
Generalmente tengo mil ojos para todos los chicos que van conmigo, pero Borja es ‘especial’.
mirada sindrome-down
—Borja, no machote, ¡ven conmigo! —le dije.
—No, déjelo, es la primera vez que veo esto —me dijo el granjero.
Borja estaba acariciando a Mercurio. Todos quisieron acariciarlo, y lo hicieron. Mercurio se dejaba y parecía que estaba encantado. Sus ojos ya no ‘rebosaban’ tristeza. Estas eran personas buenas que nunca le harían daño, creí leer en los mismos.
La tarde transcurrió entre animales, risas, chocolate y lágrimas del granjero al ver a Mercurio feliz por primera vez desde que llegó a la granja.
El domingo tocaba a su fin y la luna le iba ganando la batalla al sol. Borja llevó a Mercurio y éste (¡increíble!) se metió por primera vez en el establo de su mano. El granjero seguía incrédulo por todo lo que esa tarde de domingo le había deparado.
— ¿Volveréis?, nos preguntó.
— Volveremos, no lo dude — le contesté.
* * *
La primera vez que visitamos la granja fuimos ocho chavales y un monitor, ahora la visitamos mensualmente treinta y dos chavales y cuatro monitores. Todos quieren ir a ver a Mercurio, al ‘poni feliz’, como lo ha rebautizado el granjero.
Nada más llegar a la granja, lo primero que hace Borja es ir a pasear con Mercurio, que parece que lo está esperando. Se deja tocar, montar, come de su mano, camina a su lado y duerme en su establo cuando el día llega a su fin y Borja lo lleva a descansar. Mercurio se deja acariciar y hacer ‘barbaridades’ por todos los chiquillos. Él está encantado y el granjero sigue sin creer cómo ha cambiado el poni. Mercurio era feliz por primera vez.
Cuando nos despedíamos del granjero, siempre repetía:
—¿Volveréis?—.
Y nosotros contestamos todos al unísono: Siiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii.
Así estuvimos casi tres años. Ya era obligatorio realizar la excursión mensual a la granja de Mercurio.
  * * *
Un domingo al llegar a la granja llamamos al granjero y éste no nos contestó. Siempre nos salía a recibir y detrás, con su trote característico, cojeando, iba Mercurio, que parecía que nos olía. Todos los chavales saltaban precipitadamente del autobús para ver quién era el primero en acariciarlo.
Esta vez nadie nos recibió. Recorrimos los metros que había desde la entrada de la granja a los diferentes establos de los animales y se nos hizo al momento un nudo en la garganta. Observamos a Juan, así se llamaba el granjero, acariciando a Mercurio, que estaba tumbado en la paja recién limpia, pues cada vez que la visitábamos los chavales ‘reñían’ por ver quién era el que la cambiaba y le daba de comer en la mano.
Difícil poner orden en tan ardua tarea. Los intentaba dividir en grupos para que diesen de comer cada uno a un animal, pero todos querían a Mercurio, ‘el aballo ñeño’ (caballo pequeño), como decía Borja.
—Lleva así ya tres días, no quiere comer, no se levanta, parece que ha llegado su momento —. Juan me miró de refilón y con ojos tristes, pues no deseaba mirar a ninguno de los chavales, a los cuales se le empezaban a llenar los ojos de lágrimas, pues nunca habían visto así a Mercurio: tan triste y sin ganas de jugar.
Borja se adelantó, y con sus inocentes manos, agarró la cabeza de Mercurio y lo besó. Un beso de adiós, de despedida. Un beso de agradecimiento por todos los momentos en que había sido feliz a su lado.
Al instante, Mercurio cerró los ojos y se ‘marchó’. Parecía que había estado esperándonos para despedirse.
Miré hacia atrás y fue conmovedor. Se me heló la sangre al  ver a todos los chavales junto con los monitores llorando y despidiendo a Mercurio con la mano.
—Do….urio (adiós Mercurio) —dijo Borja.
—Dooooooooo……..curio —susurraban los chavales entre sollozos.
* * *
flores escociaEn la granja de mi amigo Juan existe una tumba en la que Borja un día tiró unas simientes. Ninguno supimos jamás de dónde las sacó, pero ahora es un gran vergel en el que crecen unas flores preciosas, originarias de donde eran los antepasados de Mercurio: Escocia.
Ahora Borja pasa muchas horas con un poni completamente blanco, pero sin heridas en su piel. Juan se lo ha regalado, nos lo ha regalado a todos. Borja se ha negado a ponerle otro nombre. Le ha llamado (averiguad cómo): Mercurio.
Borja no olvida, ni una sola vez, cuando visitamos la granja, visitar su jardín favorito y, mirándolo, dice a Mercurio.
—Ira urio, aballo ñeño ta ielo, lli no ha hbre qe le eguen, olo nimles (mira Mercurio, caballo pequeño está en el cielo, allí no hay hombres que le peguen, solo animales).
Borja y su amigo Mercurio todos los domingos (llueva, nieve, ventee o relampaguee) cuando cae la tarde visitan ‘el jardín de Escocia’. A veces se pasan horas delante de él, hablando un lenguaje que me imagino que solo ellos entienden.
—¿Borja que hacéis allí tantas horas Mercurio y tú, delante de las flores? —le pregunté un día.
—Amos blndo urio yo on aballo ñeño celo (estamos hablando Mercurio y yo con caballo pequeño en el cielo)—.
A mi amigo Borja, con síndrome de Down, y a su inseparable poni Mercurio.
Willy

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