domingo, 6 de septiembre de 2020

PLANTAS PARA LA ETERNIDAD

PLANTAS PARA LA ETERNIDAD

María Begoña del Casal Aretxabaleta*
*Asociación Española de Egiptología, Isla Saipan N22, 28035 Madrid, España.
Recibido: mayo 1999. Aceptado: diciembre 2000.


En términos generales, lo más representativo del Antiguo Egipto es su colosal arquitectura y la extraordinaria belleza de sus abundantes murales, estos muy explícitos en cuanto al tema de los entierros. De ellos se desprenden informaciones tan interesantes como el empleo de plantas estupefacientes en el culto a los dioses y en el rito funerario, algo que daba categoría inmortal y casi divina al finado. Gracias a la atenta observación de estas pinturas y bajorrelieves puede establecerse la necesaria relación entre los restos de las ofrendas a los muertos, hallados en tumbas invioladas del Imperio Nuevo, y los usos que la civilización nilótica hizo, durante los actos luctuosos, de ciertas plantas poseedoras de altos poderes sedantes y alucinógenos: Lactuca, Nymphaea caerulea y Nymphaea alba, Cannabis sativa, Mandrágora officinarum, Solanum dulcamara, Papaver somniferum y Calystegia sepium. Todas ellas unas variantes botánicas que, hábilmente combinadas con otras, específicamente destinadas a contrarrestar sus desagradables efectos tóxicos, fueron pródigamente utilizadas en la confección de collares, guirnaldas, diademas, ofrecidas como alimentos para el Más Allá, e incluso, siendo sus alcaloides parte de ungüentos o cosméticos.

De entre los grupos humanos que en la Antigüedad poblaron la cuenca mediterránea, el egipcio destaca vivamente por la originalidad de su civilización. Durante más de tres mil años, regidas por una elite culta y refinada, todas las clases sociales del País del Nilo se desenvolvieron en un ambiente profundamente religioso. Hubo magníficas imágenes de culto, algunas cinceladas en oro puro, en cada uno de los grandiosos templos que jalonan el curso del río Nilo; el cual, a su vez, también estuvo considerado una divinidad relacionada con la generosidad y la abundancia. Cada hogar, desde el fastuoso palacio faraónico hasta la choza del humilde campesino, contó con un pequeño sagrario, situado en lugar preferente, ante el que sus moradores e invitados veneraban a la divinidad por la que el cabeza de familia sentía especial devoción.

Sin que ello sorprendiera o hiciera tambalear la fe de los egipcios, fueron muchos los dioses demiurgos que poblaron los santuarios: Atum, Ra, Ptah, Herishef, etc. Pero además, el nutrido panteón egipcio contó con infinidad de deidades para cada momento de la vida o situación particular, por ejemplo: Hathor, asociada con la belleza, la música y el amor; Bes, con el sueño, la alegría y la infancia; Tot, conocedor de los arcanos más profundos del pasado y el futuro, inventor de los idiomas, la escritura y las artes. Pero ha sido el trío familiar compuesto por Isis, Osiris y Horus el que ha conseguido trascender su cultura originaria con mayor éxito. Existen indicios suficientes para asegurar que cinco mil años atrás los reyes rindieron culto a Osiris en el enclave de Abidos (Egipto central), y que veinte siglos después su religión estaba totalmente extendida.

 El ejemplo osiríaco fue el primer exponente de la esperanza en la existencia inmortal ofreciendo una repetición de vida plena y grata, en nada semejante al inframundo propuesto por credos posteriores. El mito de Osiris cuenta cómo este dios, después de ser traicioneramente asesinado y desmembrado por su envidioso hermano Set, es recompuesto por su amante esposa, Isis, tras recorrer la tierra en busca de sus despojos dispersos e ir uniéndolos mediante apretados vendajes. Una vez conseguida esta meta, Isis, con sus dones de gran maga, dota al cuerpo momificado de su esposo de una existencia diferente a la que tuvo antes de morir: la vida eterna. Convertido de este modo en el rey de los muertos resucitados, Osiris siempre tuvo una inconfundible representación momiforme.


La momia, o más exactamente el cuerpo embalsamado de cualquier egipcio, llegó a ser una verdadera pieza de artesanía que, en los casos de los faraones Tutmosis IV y Seti I, rozó el arte. Setenta días invertían los especialistas embalsamadores en conseguir su obra. Comenzaba por la evisceración selectiva de hígado, pulmones, intestinos y estómago, obtenidos a través de una incisión abdominal en el costado izquierdo. La limpieza ritual del cuerpo inerte seguía con la extracción de los sesos a través de la nariz, perforando el hueso etmoides y alcanzando la masa cerebral por medio de unos ganchillos de mango largo. Luego, le llegaba la hora a la total desecación del cadáver, tendido en una mesa y totalmente cubierto con una envoltura de sales de natrón. Pasados unos cuarenta días, se limpiaba de sales el cuerpo seco con vinos de palma y se pasaba al proceso del vendaje, comenzando por los dedos de pies y manos, para continuar con los miembros y terminar con la cabeza y el tronco. Dependiendo del poder adquisitivo que el finado hubiera tenido en vida, entre las vueltas del vendaje se intercalaban joyas y amuletos de mayor o menor valor. Bien sujetas las bandas de lino por medio de sucesivos aportes de una goma extraída de la acacia, el cuerpo seco, meticulosamente vendado, quedaba rígido y ligero de peso. Mediante estos métodos, laboriosos y complejos, que requerían unos conocimientos muy puntuales, se conseguía que un cuerpo, humano o animal, quedara convertido en algo casi imperecedero y listo para su tránsito al Más Allá. Pero aún faltaban ciertos detalles de identidad. Por ejemplo, la inscripción de su nombre y sus cargos sobre la mortaja, y el ataúd antropomorfo reproduciendo las facciones de su propietario, hecho en madera o cartón. En el caso de la realeza varios consecutivos, que a su vez se protegían con impresionantes sarcófagos rectangulares que, en ocasiones, estuvieron elaborados a partir de un solo bloque de piedra tan dura como puede ser la cuarcita.


El entierro egipcio constituyó un verdadero espectáculo. Abriendo el camino, los sacerdotes funerarios regaban el suelo que iba a pisar la comitiva con aspersiones de leche. Tras ellos marchaba el oficiante, un sacerdote sem, que podía ser un clérigo adscrito al ritual funerario o el heredero del muerto. Tras él, arrastrado por una pareja de bovinos y sobre un patón con forma de trineo, que facilitaba su arrastre sobre las arenas desérticas, iba el catafalco cubierto por ricos tapices conteniendo el muerto dentro de su ataúd. Flanqueando el catafalco, dos grupos de hombres compuestos por amigos y familiares, simulaban acarrear la mole por medio de unas cintas que sujetaban con las manos. Tras este grupo desfilaba un abundante número de plañideras emitiendo los consabidos alaridos de dolor y, por último, los sirvientes portando el ajuar funerario. Cuando el cortejo llegaba a la tumba, generalmente situada en la margen occidental de Nilo, tenían lugar los actos más importantes del entierro: las purificaciones de todo cuanto se disponían a sepultar y los ritos mágico-religiosos que se operaban sobre el cuerpo embalsamado después de que los familiares se despidieran de él, ornándolo con delicadas guirnaldas que envolvían su abdomen y cabeza, así como un ancho collar vegetal en torno al cuello. Luego, los sacerdotes funerarios le practicaban un ritual conocido por apertura de la boca, cuya finalidad radicaba en devolverle todos y cada uno de los sentidos arrebatados por la muerte, animando el cuerpo inerte mediante unciones de esencias sagradas, cuyos componentes hoy desconocemos en su mayoría. Terminados estos actos postreros, el difunto era depositado en su eterna morada y la tumba se cerraba, propiciando la transformación del difunto en un ser semejante al dios Osiris.


El reino de Osiris se consideraba muy semejante al real, al tangible que conocían los antiguos egipcios. En él, el renacido, en plenas facultades juveniles, pasaba a ostentar el titulo genérico de Osiris seguido de su nombre propio y comenzaba el disfrute de una vida bucólica, plena de sensaciones y sentimientos, maravillosa y eterna, en una repetición exacta del Valle del Nilo. En el reino de Osiris no se conocían la enfermedad, la vejez, ni el trabajo, resuelto por un nutrido grupo de ushebtis o servidores1, ciegos y sordos a cualquier voz que no fuera la de su amo. Pero alcanzar el reino de ultratumba no era tarea sencilla ya que, en cuanto a bienes materiales se refiere, el egipcio había de empezar por poseer un enterramiento digno, propio o familiar, contar con un buen embalsamamiento de su cadáver, pues la continuidad de la segunda vida pasaba por conservar en buen estado el cuerpo. También había de tener a su entera disposición, y hacer durar para siempre, toda clase de alimentos y enseres, recogidos en la tumba. Previniendo la amenazadora posibilidad del robo de las riquezas y la destrucción del cuerpo, tomaron la pueril precaución de reproducir cuanto inmovilizaron en sus hipogeos y en las paredes de los mismos, pintando o esculpiendo todas aquellas cosas que ansiaban para el Más Allá. Lo más importante era su propia imagen reproducida en una estatua, capaz de sustituir al cuerpo embalsamado si es que a éste le ocurría cualquier percance. Las paredes de las tumbas particulares se cubrieron preferentemente con escenas de matices religiosos y retratos de las personas más queridas, riquezas títulos honorarios, joyas, ropajes y viandas. Y, del mismo modo que creían que los ushebtis tenían la facultad de cobrar vida para atender sus necesidades, consideraban que todo lo demás podía abandonar su estado inanimado para convertirse en algo tangible y real.
La segunda parte de las dificultades que el hombre del Nilo abordaba, está, después de haber muerto, estaba relacionada con la moral y el buen comportamiento ejercido durante la vida terrenal. Egipto se regía por un concepto múltiple de orden, justicia, verdad y armonía cósmica llamado maat, cuyo hacedor era el dios Ra y estaba encarnado en la virtud del faraón, pero de cuyas normas no estaban excluidos el resto de sus súbditos. Tras la muerte, estas actividades mundanas eran revisadas en un juicio sumarísimo al que asistían cuarenta y dos dioses, y estaba presidido por el propio Osiris, actuando como notario el dios Tot. Si el alma en trance conseguía convencer a los dioses de su bondad, empleando para ello toda clase de apoyos, como el Libro de los Muertos2 infinidad de amuletos, estaba en condiciones de comenzar la nueva y perdurable vida.


El mito de Osiris nació de la fusión de un antiquísimo culto agrario a la regeneración periódica de la naturaleza con el practicado en honor de otro dios encargado de velar por los difuntos. Osiris sufrió en su cuerpo el paralelo a la muerte temporal de la vegetación, el reposo de la semilla en la tierra y su espléndido renacimiento, abriendo con ello una vía de esperanza en la resurrección a sus seguidores y, enlazando con este origen, está la siguiente evidencia arqueológica: imitando la silueta de la imagen de Osiris se confeccionaron unos cajones que, llenos de tierra, eran sembrados con trigo, regados abundantemente y colocados dentro de las tumbas con el resto del ajuar funerario en el momento del entierro. Entre las piezas del tesoro de Tutancamón se encontró uno de estos cajones con trigo germinado3, donde los tallos habían llegado al alcanzar varios centímetros de longitud.

Iconografía y Descripción
de las Especies Botánicas
 
La estrecha unión de este dios con la vegetación y los ritos funerarios tuvieron sus primeras representaciones iconográficas en el Imperio Antiguo egipcio (2575-2134 a.C.), mostrando a las damas dolientes de los funerales aspirando invariablemente el aroma de una única flor de nenúfar. La misma escena se retomó durante el Imperio Medio (2040-1640 a.C.), alcanzando a las primeras representaciones ejecutadas en el Imperio Nuevo (1550-1070 a.C.). Hasta esta fecha, las únicas flores que aparecían representadas en las tumbas era los nenúfares, en sus variedades Nymphaea alba y Nymphaea caerulea, nenúfar blanco y nenúfar azul respectivamente.


Muchas cosas se modificaron en Egipto durante la dinastía XVIII, que fue la saga constructora del Imperio Nuevo, y una de ellas fue el amor por los jardines botánicos, nacida del deslumbramiento que sus reyes sufrieron por las especies vegetales encontradas en los países sometidos, por vez primera, al dominio nilótico. En los jardines reales, en los particulares y en los herbarios medicinales de los templos, se plantaron cuantas especies exóticas despertaron el interés de los egipcios por diferentes razones. La primera importación botánica de la que tenemos constancia ocurrió hacia el año 1472 a.C., y quedó reflejada en el templo funerario de la mujer faraón Hatshepsut4, en forma de unos delicados bajorrelieves que reproducen variadas escenas del viaje realizado al misterioso País del Punt en busca de las preciadas lágrimas de incienso. Esta resina solidificada tenía mucha demandada en Egipto, pues no se concebían las liturgias sin las nubes de humo aromático procedentes de su combustión. Pero la audacia de la reina fue más allá de la necesidad de la resina seca, ella ordenó llevar hasta Tebas arbolitos vivos de incienso para sombrear los dos estanques sagrados que tuvo su magnífico templo funerario.
Siguiendo este ejemplo, su sucesor Tutmosis III, el gran caudillo que encabezó múltiples campañas por la región sirio-palestina, también se encargó de recoger árboles y plantas exóticas por las tierras del norte y presentarlas, como un ofrenda al dios oficial5, en un auténtico Jardín Botánico que construyó dentro del templo de Karnak. Naturalmente, dicho jardín ha desaparecido hace muchos siglos, pero el rey tuvo la feliz idea de emular a su predecesora y duplicar, en unos perfectos bajorrelieves, cuantas plantas había llevado a Egipto como novedad. Entre estos ejemplares botánicos se encuentra una planta que influyó poderosamente en la dinámica de los ritos funerarios: la Mandrágora officinarum.


Inicialmente reservada al uso religioso del faraón Tutmosis III, pronto, durante el mandato de su hijo Amenofis II, las bayas de mandrágora aparecen representadas en una tumba particular, la del visir Rejmira. A partir de este momento, la tumbas de los más destacados aristócratas egipcios recogieron en sus pinturas estas bayas con gran profusión.
Cierto que dichas bayas son muy vistosas y alegran el monótono repertorio de nenúfares y papiros que hasta entonces componían los ramilletes egipcios, pero no es menos cierto que los efectos alucinógenos de estos frutos brillantes, dorados y carnosos, pudieron ser los verdaderos motivos de su aceptación en el ritual funerario, pues teniendo en cuenta que su aroma no es agradable, no parece lógico que las damas representadas en la tumba de Nebamón6 aspiren su olor, con reputación de nauseabundo, ni que el mismo noble las cultivara en las orillas del estanque de su cuidado jardín7.
Sin duda, los egipcios encontraron en los alcaloides de la mandrágora, presentes tanto en las bayas como en la raíz, un vehículo adecuado para potenciar su elevado misticismo en los cultos divinos8 a la vez de un excelente narcótico que, preñando de alucinaciones realísimas sus mentes, les hiciera caer en un trance mental de acercamiento al mundo osiríaco durante los funerales.


El efecto narcótico de la mandrágora, recién llegada a Egipto, pronto originó cambios notables en las artes plásticas destinadas al uso y disfrute de la nobleza: las figuras ganaron en movimiento, en gracia y soltura, y los párpados de los aristócratas, incluso de la realeza, se entornaron enmarcando miradas soñadoras, perdidas o ausentes, incapaces de fijarse en nada. Enjuiciado desde la visión artística, este cambio en el tratamiento artístico de los ojos de los egipcios del siglo XIV a.C. se ha considerado tradicionalmente consecuencia del refinamiento estilístico de la época; sin embargo, actualmente tenemos suficientes indicios como para puntualizar que el efecto óptico era producido por la ingesta de estupefacientes, más concretamente de mandrágora, bien directamente de sus frutos o de las bebidas alcohólicas donde se macerasen previamente sus raíces, que es la parte de la planta que mayor concentración de alcaloides tiene. De este modo, el rito fúnebre, por el que un mortal era convertido mágicamente en un nuevo Osiris, dios de la regeneración, aunó el éxtasis religioso a la flora psicotrópica de fuertes efectos tóxicos, como se verá más adelante.

Investigando entre las especies botánicas aparecidas en estos jardines pétreos, en las tumbas invioladas y en los papiros médicos, encontramos muchas variantes herbáceas, con poderes modificadores de la psique, autóctonas como la Lactuca9; dos Nymphaeas, la Caerulea y la Alba10; el Cannabis sativa y la Calystegia sepium. Importada fue la Mandrágora officinarum11, la Papaver somniferum12 y, posiblemente, la Solanum dulcamara, todas ellas de uso perfectamente documentado durante el Imperio Nuevo y cuya relación se evidencia a medida que son observados detenidamente diferentes materiales arqueológicos.
La meticulosidad con que los egipcios recogieron los más mínimos detalles de su vida y sus actividades en papiros, piedras de las diferentes arquitecturas, ha hecho que hoy dispongamos de un extenso catálogo de plantas y árboles que tuvieron en sus mansiones y en sus herbarios médicos.

Comenzando por las decoraciones de tumbas y templos, podemos ver que la representación de una señora aspirando el aroma de un nenúfar, Nymphaea alba Nymphaea caerulea puede simultanearse al tiempo de edificación de las primeras pirámides, hacia el año 2500 a.C. El nenúfar es una planta acuática dotada de hojas alternas, que salen directamente del rizoma semienterrado, siendo redondeadas y flotantes. Las flores, solitarias, emergen apoyadas en largos pedúnculos ligeramente flácidos y están compuestas por numerosas pétalos dispuestos en espiral. Los nenúfares fueron de gran utilidad a los antiguos egipcios por los suaves efectos sedantes, también alucinógenos (Schultes y Hofmann 1993:73), de la apomorfina, la nuciferina y la nornuciferina, alcaloides que los nenúfares contienen en sus flores y rizomas (Nunn 1997:157). Esta cualidad narcótica debió ser responsable de que, durante los entierros, las damas egipcias se coronaran con flores frescas de loto y aspiraran profundamente el aroma de otras que llevaban en las manos, mientras ante sus ojos, estupefactos, se desarrollaba el complicado ritual funerario. Además, la maceración en vino o cerveza de las flores o de los rizomas de nenúfar puede dar por resultado una bebida narcótica, la cual se recomienda en las recetas 209 y 479 del Papiro Médico Ebers (Nunn 1997:157). Otro de los efectos de los alcaloides del nenúfar es un afrodisíaco.
Las representaciones de lechuga, Lactuca virosa, en templos y tumbas apareció casi a la vez que la de los nenúfares, y su presencia iconográfica no faltó en ninguna mesa de ofrendas para la vida eterna. Son tantas las variedades de lechuga que existen que es difícil precisar cual de ellas es la que cultivaron los antiguos egipcios. En general, se trata de hierbas anuales, con tallos de hasta 1 m de largo y gruesa raíz. La ingesta del látex de su raíz, extraído mediante incisiones, hace desaparecer los deseos sexuales (Oroz y Marcos 1994: XVII-10, 11) y sus efectos, no euforizantes, se aproximan mucho a la acción de los barbitúricos (Ribera Núñez y Obón Castro 1991:1023).
El cáñamo, Cannabis sativa, se usó en fumigaciones y ungüentos médicos durante todo el periodo faraónico, como demuestran múltiples recetas de remedios curativos. El cáñamo es una planta anual, robusta, erecta y libremente ramificada, que en buena exposición alcanza 4 - 5 m de altura. Los sexos están separados, siendo la planta macho pequeña y débil, desapareciendo después de la liberación del polen; por el contrario, la planta hembra es más resistente y su follaje más frondoso. Las hojas se presentan digitadas, lanceoladas y comúnmente de entre 6 a 10 cm de largo, por 1,5 de ancho, siendo su color verde intenso. Las flores, simples, nacen al final de las ramas, variando sus tonalidades entre el verde oscuro, verde amarillento o marrón purpúreo (Schultes y Hofmann 1993: 38) siendo ésta la parte más psicoactiva de la planta. Bien conocidos son sus efectos sedantes sobre el sistema nervioso central y la suave incitación erótica que proporciona su consumo.

Una convolvulácea, la Calystegia sepium es una planta silvestre que también admite cultivo. Se trata de una hierba perenne, de color verde, de tallos lisos y trepadores que pueden alcanzar los 5 m de longitud. Las hojas son grandes y astadas, con el ápice puntiagudo y los bordes ondulados, provistas de largos peciolos. Las flores tienen la corola acampanada, de color blanco, a veces rosado, son grandes y vistosas, naciendo de la axila de las hojas con largos pedúnculos, que maduran en frutos capsulares y subglobulosos, desprovistos de pelos. El efecto de la infusión de sus hojas puede provocar sueños adivinatorios, mezclada con vino tiene reputación de afrodisíaca y se dice que el humo procedente de la combustión de sus raíces es capaz de provocar alucinaciones relacionadas el abandono del cuerpo y sensaciones de vuelo, quizás por la cuscohigrina que contiene y que es uno de los alcaloides contenidos en la coca y en algunas solanáceas (Ribera Núñez y Obón Castro 1991:820). Es de la familia de la Ipomoea violácea, de origen americano, aún mas rica en alcaloides que la Calystegia sepium (Schultes y Hofmann 1993: 66-67).

Sin duda alguna, la mandrágora no puede considerarse una especie autóctona de Egipto, que no obstante, se aclimató muy bien al clima nilótico, llegando a dar frutos de considerable tamaño. Es una planta herbácea perenne, de unos 30 cm. de altura. Con hojas abundantes, desprovistas de tallo, ovales, grandes, rugosas mates y de color verde oscuro. Las flores son campaniformes, de color blanquecino mancado de rojo, cuya corola alcanza unos cuatro centímetros de diámetro, emanan mal olor y nacen, solitarias, en la axila de la hoja, disponiéndose sobre largos pedúnculos erectos que forman una especie de ramo floral rodeado por las hojas. Sus bayas, elipsoidales, son tersas, brillantes y carnosas, de un dorado luminoso y olor fétido. Su raíz es fuerte, blanquecina, fusiforme y, con frecuencia antropomórfica. Toda la planta contiene fuertes alcaloides, expuestos por orden decreciente: hiosciamina, escopolamina, norhiosciamina, mandragorina y atropina (Ribera Núñez y Obón Castro 1991:804). Sin ser el más potente, es este último alcaloide el responsable de la extraña mirada, ya mencionada, que se detecta en los personajes ilustres de las pinturas y bajorrelieves egipcios del Imperio Nuevo, que no es nada más que la midriasis13 producida por una alta ingesta de él. Toda la planta contiene los mismos alcaloides en mayor o menor concentración y la bebida resultante de la maceración de su raíz en vino se tiene por afrodisíaca.

Desconocemos el nombre egipcio de la Solanum dulcamara, aunque se puede asegurar que fue bien conocida en la corte de Tutancamón, pues una cenefa compuesta con sus frutos adorna la cabina de uno de los seis carros encontrados en la tumba del rey niño14. También estas bayas rematan un juego de pendientes infantiles del mismo monarca15. Se trata de una hierba perenne de hasta 2 m de altura. Las hojas tienen forma oval. Las flores son de color amoratado, a veces blancas, y se disponen en ramilletes terminales de 10 a 15 flores. Los frutos son ovoides, carnosos y de color verde cuando están creciendo, momento de máxima toxicidad, en que su ingesta puede causar la muerte, y rojo brillante al alcanzar la madurez (Ribera Núñez y Obón Castro 1991:801).

La Papaver somniferum es una hierba anual de color verde azulado y algo ceniciento, cuyos tallos alcanzan más de 1 m de altura y suelen estar poco ramificados. Las hojas y los tallos aparecen cubiertos de pelos rígidos y dispersos. Las hojas son de gran tamaño y abrazan por su base a los tallos de las flores, que son grandes y vistosas, con los pétalos retorcidos sobre el botón floral y su color varía entre el rojo, rosado purpúreo, incluso casi blanco. El fruto es una gran cápsula, coronada por un disco en el cual aparecen de 8 a 15 estigmas dispuestos radialmente el pedúnculo, por la parte que se une a la cápsula, presenta un engrosamiento anular. El jugo o látex de la adormidera, el opio, contiene más de veinte alcaloides entre los que destacan por su concentración la morfina, la papaverina, la tebaína y la codeína. Las raíces se consideran afrodisíacas, así como las semillas mezcladas con el látex, siempre que las cantidades estén por debajo de las dosis narcóticas (Ribera Núñez y Obón Castro 1991:273).

Conclusiones
Habiendo revisado de forma general el sentir religioso de la cultura egipcia y sus profundas creencias en una vida eterna, así como el aspecto y las propiedades de cada una de estas plantas narcóticas representadas en las decoraciones de enseres y monumentos, podemos considerar que aquellos ejemplares que formaron parte de los delicados trabajos de floristería en los actos rituales en Antiguo Egipto, fueron tan reales como simbólicos. Es casi seguro que sus representaciones rituales son alegorías indicativas de que quién olfatea determinada flor o se adorna con ella está bajo los efectos psicotrópicos de sus alcaloides. Es más, en todas las escenas funerarias de ofrendas al muerto aparecen grandes vasijas de vino y cerveza, inicialmente ornadas con lotos y posteriormente también con mandrágoras, cuyo evidente significado ratifica la hipótesis del uso de bebidas embriagadoras potenciadas con productos narcóticos.

Sabiendo que los médicos egipcios recomendaron la maceración en vino o cerveza los rizomas del nenúfar, ignorando que esa era la fórmula ideal para la extracción de los alcaloides, pero conociendo bien los poderosos efectos de las bebidas alcohólicas así tratadas. Al evidenciarse que dominaban perfectamente el sistema de extracción de los principios activos de ciertas plantas alucinógenas, nos hallamos en condiciones de abordar el siguiente paso de la investigación: el desarrollo paulatino de las necesidades que el uso de cada una de ellas generó.
No obstante, el hecho de que en ninguna inscripción, de esas tan metódicas a las que nos tienen acostumbrados los antiguos egipcios, aparezcan referencias más o menos puntuales a estas prácticas con narcóticos puede resultar extraña a ojos de aquellos que no estén muy versados en la disciplina de la Egiptología. Efectivamente, casi todas las informaciones explícitas que tenemos respecto a las costumbres y prácticas funerarias nos han llegado por caminos indirectos. El embalsamamiento lo conocemos por medio de los escritos de un historiador y geógrafo clásico (Heródoto 85-90). El entierro se recogió, en parte, en una narración de gran valor literario conocida por la Historia de Sinuhé16 y por medio de las decoraciones de los hipogeos particulares. Lo que se corresponde con los actos mágicos, nos ha sido revelado mediante el estudio concienzudo de los materiales encontrados y por la traducción de los múltiples fragmentos de antiguos papiros que componen el famoso Libro de los Muertos. Pero todas estas fuentes de información carecen de detalles que pudieron ser omitidos por su cotidianidad o, quizás, para que aquellos depurados conocimientos no cayeran en manos profanas.
Aparentemente, el uso de la mandrágora en el panorama religioso se introdujo como apoyo a la moderada acción alucinógena del nenúfar, pero este consumo presentaba los problemas derivados de su alta toxicidad: vómitos y diarreas, cuando no la muerte por exceso. Y, aunque los médicos regularan pronto bien las dosis adecuadas para evitar los graves accidentes, lo cierto es que los efectos visionarios de la mandrágora sólo se consiguen por medio de una considerable cantidad de alcaloides siendo, por ello, inevitables los malestares característicos del cólico, perfectamente representados en varias escenas de vómitos pintadas en diversas tumbas tebanas. Estos efectos secundarios son comunes en casi todas las solanáceas alucinógenas, las cuales producen visiones de extraordinario realismo y, sobre todo, suspenden el recuerdo de haber ingerido una droga, de manera que el que la toma cree estar viviendo situaciones reales (Otero Aira 1979:13). Como se evidencia por esta información, la mandrágora era la droga ideal para propiciar estados de alto misticismo, en los que el usuario quedaba convencido de la autenticidad de sus ansiados contactos con el mundo de los dioses.

La mandrágora admite varias formas de administración: la cremosa, por vía cutánea, vaginal o anal17 y, aunque el olfato también sea sensible a esta penetración de alcaloides, la fórmula más eficaz de conseguir con ella la ebriedad narcótica es el consumo oral, mediante la ingestión de bayas o, especialmente, bebidas alcohólicas en las que se haya macerado su raíz. Cualquiera de estas modalidades de consumo conduce a la mente hacia un estado alucinatorio exento de la conciencia de estar bajo los efectos de una droga, a la vez que desencadena un indeseable malestar gástrico, para finalizar conduciendo al usuario a un profundo sueño.
Las abundantes representaciones de mandrágora junto con flores de azulejo, Centaurea depressa Centaurea cyanus, condujo esta investigación hacia una posible relación entre ellas dos. Se sabe que el azulejo no es una especie autóctona de Egipto y que pudo llegar hasta el país del Nilo desde el Cercano Oriente (Ribera Núñez y Obón Castro 1991:1007)18, seguramente asociada ya a la mandrágora, por los dones digestivos de una tisana hecha con los pétalos de las flores, indicada contra los dolores debidos al envenenamiento por esta solanácea.
Otra relación floral muy llamativa es la que se estableció poco después entre la mandrágora, el azulejo y una amapola, que bien puede ser la adormidera, Papaver somniferum, pues es sabido que, hasta el siglo pasado, las molestias derivadas del consumo de mandrágora se trataban con opio, por encontrarse en él, el mejor calmante para los dolores, a la vez de actuar como un eficaz astringente. Con la aparición de la adormidera las cosas se complican un poco, pues ya no estamos tratando unas especies de ingestión peligrosa, siempre según la dosis, que no crean dependencia física, sino que nos enfrentamos con la reina de los narcóticos, la productora del opio, la que es capaz de crear la mayor adición.

Mucho se ha escrito sobre el asunto del conocimiento que los egipcios del Imperio Nuevo pudieron tener del opio (Nunn 1997: 151-156). Existe una prueba de laboratorio en favor de este conocimiento y, manejando los mismos materiales arqueológicos, otra que lo pone en duda. Las pruebas fueron realizadas a partir de pequeñas porciones de los contenidos semisólidos de las siete botellitas y un plato de alabastro, guardados en un estuche de supuestas medicinas encontrado en la tumba inviolada del arquitecto real Ja y su esposa Merit, ambos enterrados juntos en la necrópolis tebana de Deir el-Medina hace más de tres milenios, y hallados por Ernesto Schiaparelli en 1903, cuyo contenido fue trasladado íntegramente al Museo Egipcio de Turín. Las primeras pruebas del contenido de uno de estos botellines se realizaron en el año 1925 por la doctora Irene Muzio en su laboratorio de Farmacología, obteniendo el resultado de una mezcla de varios aceites vegetales tratados con hierro y morfina. El veredicto de Muzio originó comentarios escépticos entre muchos egiptólogos, porque los aceites sagrados usados en el rito funerario de apertura de boca, celebrado en la entrada de la tumba para revivir al muerto, no fueron considerados aptos para contener narcóticos. Una postura completamente ilógica si tenemos en cuenta todo lo anteriormente expuesto, que el collar vegetal que adornaba a la estatua funeraria de Ja está compuesto únicamente por tallos floridos de papaver entrelazados, que su silla lleva por decoración mandrágoras y nenúfares y el gigantesco ramo de amapolas que adorna el templete donde espera el dios Osiris para enjuiciar a Ja, delicadamente pintado en su Libro de los Muertos. Puestos a negar las evidencias, aún hoy, hay egiptólogos que ponen en duda la presencia de la adormidera en Egipto del Imperio Nuevo, ignorando que en el Museo de Agricultura de El Cairo existe un gran fragmento de cápsula de papaver encontrado durante las excavaciones de la ciudad obrera de Deir el-Medina, residencia vitalicia del citado arquitecto Ja, que se abandonó precisamente durante el Imperio Nuevo.


La controversia establecida hizo que la dirección del museo italiano considerase oportuna una revisión de los análisis efectuados por Muzio, encargando la tarea a un prestigioso grupo de investigadores que publicaron sus resultados recientemente (Bisset et al. 1994) considerando que las muestras no contenían sino trazas de morfina e hiosciamina y no en todas las muestras analizadas. Pero aunque sean sólo indicios, la presencia de la hiosciamina, contenida en la mandrágora, y la morfina, el mayor componente alcaloideo del opio, son una evidencia de que esos aceites o los recipientes que los contienen estuvieron en algún momento de la antigüedad en contacto con dichos alcaloides.
De este modo, en los textos médicos y en la tumba de Ja tenemos las evidencias de que las plantas narcóticas no eran empleadas por la simple belleza de sus flores o frutos, sino que los egipcios emplearon las sustancias que contenían con fines médicos y mágicos, especialmente en los funerales. Pero veamos que nos aclara el contenido de otra tumba hallada intacta, ésta mucho más famosa que la anterior: la de Tutancamón. Entre las viandas que había en el anexo del enterramiento del joven rey, que su excavador encontró varios cestos repletos de bayas de mandrágora (Carter 1976: 309) y, cosidos en el collar vegetal que adornaba el cuello del tercer ataúd del mismo faraón, once frutos de la misma especie (Carter 1976: 334-335)19. El hecho de no haber sido encontrados restos de cápsulas de adormidera en esta fastuosa tumba puede estar en relación directa con la fecha del enterramiento del faraón, acaecido al comienzo de la primavera, época en la que esta planta no ha alcanzado el desarrollo suficiente para tener ni siquiera capullos; lo cual no significa que alguno de los recipientes con restos de óleos, no analizados, pudiera concluir con la sorpresa de la presencia del opio.
Lo hasta ahora expuesto aclara cualquier duda sobre el empleo de plantas narcóticas en la liturgia fúnebre del Antiguo Egipto. La polémica suscitada por el conocimiento del opio como látex puro extraído por incisión de la cápsula de adormidera es hasta la fecha indemostrable. También es improbable que fueran capaces de aislar los alcaloides pero es seguro que se drogaron con ellos, al menos, durante los entierros. La sospecha de que también las momias fueran ungidas con aceites narcotizados hubiera podido ser una evidencia en el estudio de las vendas embebidas de resinas solidificadas que envolvían el cuerpo de Tutancamón, cosa que nunca se hizo, pues esta mortaja fue incinerada por su descubridor.

En prevención de estos actos de negligencia o desidia, que nos privan de una información fundamental para poder seguir con nuevos argumentos la evolución social y política de la decadencia del Imperio Nuevo, se exhorta a los responsables del estudio de los materiales funerarios procedentes del Antiguo Egipto, a que presten la debida atención a este pequeño matiz del uso de narcóticos, que tantas consecuencias importantes pudo tener en la vida cotidiana e histórica de la sorprendente civilización que se desarrolló a orillas del Nilo. Pues no olvidemos que el uso del opio crea una fuerte adición, de consecuencias nefastas en la mayoría de las ocasiones y que, en esta dinámica, pudo entrar de lleno la elite egipcia, responsable del país más rico y poderoso de este final del segundo milenio anterior a Cristo.

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