Las abuelas que curaban con un hongo del centeno, precursoras del LSD (sin saberlo)
Las cineastas Sabela Iglesias y Adriana Villanueva viajan en el documental ‘O Dentón’ a la fiebre del cornezuelo, cuyos alcaloides fueron sintetizados para usos médicos. Oro negro o wolframio vegetal cuya venta a mediados del pasado siglo estimuló las precarias economías de los campesinos gallegos y permitió a Albert Hofmann descubrir el ácido lisérgico.
No hace falta poner tierra de por medio para escribir un gran reportaje, aunque quizás sea conveniente fijarse en la que la autora está pisando. Sabela Iglesias y Adriana P. Villanueva bajaron la vista, observaron el centeno que brotaba de la zanja y percibieron un detalle que podría haber pasado totalmente desapercibido si no fuese por un par de razones. La primera: ese hongo parásito podía arruinar la harina, que sería el pan, o sea, la vida. La segunda: los alcaloides de la ergotamina que contenían el cornezuelo valían su peso en oro negro.
Podría haber muchos más motivos: dignificar el trabajo de las niñas, hoy abuelas, que surcaban las fincas en busca del caruncho, así como una tierra explotada que, durante algunos pasajes de la historia, surtió de preciadas materias primas a los demandantes de turno, como los nazis a la procura del wolframio —un mineral necesario para reforzar sus proyectiles antitanque y que provocó, durante la Segunda Guerra Mundial, una batalla soterrada, y submarina, entre Alemania y el Reino Unido— o los británicos y los alemanes ansiosos de ergot —de nuevo, coinciden los pretendientes, si bien en este caso se trataba de salvar vidas, pues el Claviceps purpurea ayudaba a cortar las hemorragias uterinas tras el parto—.
Bastaron estos argumentos para que las responsables de la productora Illa Bufarda, conscientes de que habían topado con un gran tema pendiente de ser filmado, comenzaran a trepar por la espiga hasta dar con el testimonio de las abuelas de entonces, quienes les proporcionaron el material que necesitaban de primera mano. Sí, aquellas habían traficado con LSD, pero dejemos la lisérgica anécdota para más tarde, pues ellas nada sabían de aquel cuernecillo negro que en español recibió el nombre de cornezuelo y en inglés, ergot, un préstamo del francés que significa espolón, debido a su parecido con la apófisis del gallo. El caso es que las cineastas se quedaron ojipláticas cuando escucharon a su amiga Ana relatar que su abuela había comerciado con un alucinógeno, una metafórica licencia que les llevó a viajar por aquel vago recuerdo hasta dar con sus protagonistas, pues la memoria de la señora comenzaba a hacer aguas y fueron conscientes de que sólo la tradición oral —en peligro de extinción— podría rescatar aquel suceso que amenazaba con perderse entre los renglones difusos de la intrahistoria.
“Nos pareció curioso que nuestra generación desconociese algo tan popular en aquella época. Pensamos que si no nos poníamos manos a la obra de inmediato, se perdería este relato. Sobre todo, el relacionado con la sabiduría popular y con el ritual del pan: la malla [trilla], el molido, la cocedura y, antes de nada, la propia recogida del cornezuelo”, explica Iglesias. “Con suerte, actualmente sólo se lo puedes escuchar a los mayores de sesenta años, aunque a mediados del siglo pasado supuso un fuerte impacto económico y fue muy importante para muchas familias, hasta el punto de que podríamos considerarlo un bum”, añade Villanueva. Hoy, su documental O Dentón es casi una realidad, a falta de un último empujón a la campaña de micromecenazgo que emprendieron para sacar adelante el proyecto.
El cornezuelo, según el diccionario de la RAE: "Hongo pequeño, parásito de los ovarios de las flores del centeno u otros cereales, a los que destruye. Su micelio se transforma después en un cuerpo con figura de cuerno, que cae al suelo en otoño, germina en la primavera y disemina entonces sus esporas. Se usa como medicamento”. Sin embargo, en Galicia el Claviceps purpurea trascendió esa definición y prueba de su envergadura es el fértil léxico con el que fue bautizado, dependiendo de la zona: cornizó, cornecelo, grao de corvo, cornello, dente de can, cornecho y, claro, dentón, que da nombre al filme.
No obstante, más allá de sus bondades, el cornezuelo fue un arma de doble filo, pues a comienzos del siglo pasado la plaga provocó miles de muertes en la región, pese a que luego supusiese un socorrido recurso económico para muchas familias. En O Freixo, donde hace ochenta y cinco años nació Celsa Penabad Castro, lo llamaban caruncho. Una parroquia de la localidad coruñesa de As Pontes —les sonará por la mina de carbón, la central térmica y su colosal chimenea— que sufre el drama de la despoblación y donde quizás vivan más vacas que personas. “Aquí había feria y todo, aunque ahora no sé si quedarán ni veinte vecinos”, calcula, quizás demasiado optimista, la anciana. “Mis padres eran agricultores. Cultivaban patatas, trigo, avena, maíz y centeno. En las aldeas, era lo que había”. Todos los frutos de la tierra eran destinados al autoconsumo, porque los animales también formaban parte de la familia y, si sobraba algo, iba a parar a sus bocas. Rara vez vendían el excedente, porque excedente rara vez había. El cornezuelo era otra historia. La que sigue:
“Los niños éramos los encargados de recogerlo. Teníamos mucha ansia [en la acepción castellana de anhelo o en la gallega de interés y preocupación] de que nos dejasen ir a las leiras [terrenos de labranza] a por él. A veces, los padres nos ayudaban, pero como tenían otros trabajos que hacer, delegaban la tarea en los críos. Nosotras preguntábamos: ¿Y esto para qué es, papá? Simplemente nos respondían que lo llevaban a la farmacia, y no sabíamos nada más. También se vendía en las ferias. De hecho, una tía nuestra tenía un marido malo que no le daba dinero, por lo que nos traía un ferrado de centeno para que mi padre le diese salida en el mercado. A lo mejor le ofrecían siete u ocho duros [unos veinticinco céntimos de euro], aunque así era la vida: había que pelear. Algunos años, había poco caruncho y, por mucho que buscaramos, no lo encontrábamos. Era complicadísimo, por no decir imposible, juntar un kilo. Sin embargo, como los niños teníamos tiempo, estábamos todo el día a ello”.
Aquel hongo conectaba el país, sin que ella lo supiese, con el mundo. O, al menos, con un universo lisérgico. El húmedo clima de Galicia, que no escatima en lluvias, favorecía su aparición. El cornezuelo se recogía a mano antes de la siega. Luego, los agricultores se cuidaban de seleccionar el grano y de separar algún dentón despistado, pues de lo contrario la harina resultante podría tener unos efectos alucinógenos o, si lo prefieren, tóxicos. ¿Traficaban las abuelas de hace un siglo con LSD?, como se pregunta la periodista y poeta Xiana Arias, nacida en A Fonsagrada, tierra de centeno. Claro que no, pese a que el químico suizo Albert Hofmann ya sintetizaba en ese momento el ácido lisérgico a partir de la ergotamina, obtenida del Claviceps purpurea, nombre científico de la cosa.
Hasta aquel 1938, el alcaloide había sido empleado por el pueblo como un remedio para acelerar el parto o para provocar el aborto, aunque el gallego pronto comenzó a ser muy valorado, debido a sus características, en Estados Unidos. Tras ser cargado en los puertos de Vigo y de Lisboa, ponía rumbo a Alemania y a Inglaterra, desde donde partía ya sintetizado hacia el nuevo continente con fines médicos. Fue entonces cuando se desató la fiebre del cornezuelo, que alcanzó su máximo esplendor en 1950, cuando fue conocido como el oro negro o el wolframio vegetal. Galicia se aprovechaba de las revoluciones y guerras en Rusia, el mayor productor mundial, que provocaban su escasez y el alza de precios tanto para el portugués como para el autóctono, que llegó a costar mil pesetas el kilo [seis euros].
Su venta estimuló las precarias economías de los campesinos y su experimentación permitió a Hofmann descubrir el ácido lisérgico. “Yo no había escuchado nada de eso, sólo me decían que iba para las farmacias, mas desconocíamos con qué efecto”, matiza Penabad. Ni lo sabía ella ni sus coetáneos. “La mayoría de la gente que entrevistamos no tenían idea de para qué era, solamente que daba dinero. Algunos supieron luego que con el cornezuelo se elaboraban medicinas, pero nunca que de él saliese una droga. La situación socioeconómica de Galicia en los cincuenta no estaba para hacer viajes lisérgicos”, ironiza Adriana Villanueva.
Las personas que desfilan por el documental así lo atestiguan, como Jesús, quien recuerda recoger el hongo cuando salía de la escuela, en una parroquia del Concello de Sandiás, para entregárselo al maestro y obtener algunas monedas a cambio. María Esther Álvarez Braña, quien ayudó a su madre comadrona, el mismo oficio que ya había ejercido su abuela en Vilalba, conserva en la memoria cómo aplicaban inyecciones y suministraban gotas con ergotamina para facilitar el parto una vez que la madre había roto aguas.
Antes de que Hofmann descubriese en Suiza sus propiedades psicodélicas allá por 1943, los farmacéuticos, médicos y químicos gallegos también sintetizaban la ergotina y producían remedios. Sin embargo, el golpe de Estado del 36 desbarató los planes de los científicos y de su Pan:Ergot, un medicamento indicado para tratar el glaucoma y la migraña. Todos pagaron con el exilio y la cárcel, aunque el intelectual galleguista Alexandre Bóveda —homenajeado por Castelao en el cuadro A derradeira lección do mestre— cayó asesinado a tiros en el monte de A Caeira, en Poio.
El químico Fernando Calvet, tras huir a Suecia —donde trabajó junto a Ulf von Euler, Premio Nobel de Fisiología o Medicina en 1970—, dar con sus huesos en la cárcel de Tui y ver cómo lo despojaban de su cátedra de química orgánica en la Universidade de Santiago, encontró acomodo en el Instituto Bioquímico Miguel Servet, escribe el director de GCiencia, Eduardo Rolland. El germen de lo que sería Zeltia: hoy la multinacional PharmaMar, entonces una start up de los hermanos Fernández López, fundadores de Pescanova, quienes desde O Porriño supieron ver un estupefaciente negocio en el alcaloide del centeno.
Pero el cornezuelo, además de la farmacología, abarcaba otros campos académicos y vitales. Como hemos señalado, en las casas se usaba para frenar o alentar la vida, al tiempo que concedía algunas alegrías a las precarias economías de autoconsumo. Mientras, en las universidades abrazaba la medicina, la obstetricia y la etnobotánica. Y hasta escapaba de lo terrenal para dar un salto desde la antropología hasta la teología, aunque no conviene destripar el documental, todavía en fase de producción. Más mundanos son los descalabros domésticos asociados al hongo, puesto que no hay bum sin crash. “Hubo personas que lo guardaron en sacos para especular con la hipotética subida de su valor en el futuro, mas la demanda cayó y hubo una bajada paulatina de precios, lo que supuso la ruina para mucha gente”, explica Sabela Iglesias.
¿El motivo de su devaluación? “Cuando la industria farmacéutica logró reproducir químicamente el principio activo con métodos artificiales, prescindió del recurso natural. Y, con ello, se acabó el comercio”, razona Adriana Villanueva. También retrocede en el tiempo Celsa, si bien no logra ponerle fecha al declive de su añorada fuente de ingresos extra. “Al hacerme mayor, dejamos de recogerlo y no sé habló más nada del dichoso dentón. Yo de poco me acuerdo, porque ya tengo muchos años y la memoria también se me va”, se excusa Penabad, nacida en 1933, a punto de cumplir ochenta y seis, de retentiva prodigiosa y perenne sonrisa.
Desconocía que se usase para practicar abortos o para facilitar los partos, hasta que en una charla organizada por las documentalistas con otras coetáneas al fin supo adónde iba a parar, más allá de las ferias, el caruncho. “Una señora comentó que, cuando iba a dar a luz, su suegra le mandó tomar una infusión. Entonces no sabía qué le había dado, mas luego descubrió que era cornezuelo. E a nena naceu de camiño!, recordaba. O sea, que enseguida vino al mundo, por lo que me imagino que aquel brebaje sí haría efecto”. Dada la ignorancia respecto al preciado producto de aquellos niños recolectores y de sus padres distribuidores, ¿era el dentón un tema tabú? “Recogerlo, no, aunque quizás sí el uso para practicar abortos”, cree Villanueva. “En todo caso, nunca lo fue en el aspecto comercial, pues los paisanos lo vendían en las ferias a voz en grito: ¡Cornezuelo!”.
El contrabando, en cambio, se llevaba a cabo en el más absoluto silencio. Tras verificar que en la Raia se traficaba con el hongo, las autoras siguen contrastando los testimonios para tener una idea más aproximada del flujo en la frontera lusa, que era de ida y vuelta. “En Chaves había un español que centralizaba el negocio en el norte de Portugal”, explica Iglesias. A este lado, una parroquia de Maside, en la comarca ourensana de O Carballiño, era el epicentro del comercio del cornezuelo en Galicia. “Lo compraban en ferias como las de Arzúa y Monterroso para llevarlo luego a Dacón, donde se fijaban los precios de Japón y Estados Unidos, un hecho documentado tanto en telegramas como en la prensa de la época”, añade la coautora, junto a Villanueva, del documental Fíos fóra (Hilos fuera), sobre las mujeres gallegas que —con su sufrido trabajo en talleres de confección o en su propia casa— contribuyeron a que una empresa coruñesa pasase de cero a Zara.
Si, mientras ultiman la financiación de O Dentón —cuyo proceso de documentación ha contado con el apoyo económico de la Deputación da Coruña— todavía tratan de desenmarañar el contrabando fronterizo, más complejo resulta clarificar su empleo en los abortos. “Los testimonios, lógicamente, nunca son directos, sino de oídas. Menos controvertida era su utilización para facilitar el parto, una tradición que se había transmitido de abuelas a madres. Hasta el punto de que aquellas infusiones, llamadas augas de caruncho, derivaron en medicamentos inyectables, como los elaborado por Zeltia”, recuerda Iglesias. Aunque, al igual que sucedió con quienes acapararon el hongo para especular y terminaron arruinados, también hubo otros daños colaterales. “Algunas mujeres sufrieron abortos naturales por comer pan con cornezuelo durante un periodo prolongado de tiempo”, concluye Villanueva. Oro, en este caso, metafórica y literalmente negro.
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