La corrida de toros es el espectáculo público de la tortura sangrienta, cruel y prolongada de un mamífero superior capaz de sentir dolor. El toro, al salir al ruedo y siguiendo su tendencia natural, se quedaría quieto o se volvería de cara a la puerta cerrada. A fin de evitarlo, se le clava la divisa, un doble arpón hendido en sus carnes para provocar una agresividad de la que carece. En la suerte de varas el picador martiriza al toro hundiendo la garrocha en su carne, rompiéndole los músculos del cuello y produciéndole enormes heridas por las que la sangre brota a borbotones. El resto de la corrida se lleva a cabo con el toro chorreando sangre. La corrida continúa con el tercio de banderillas, en que al bovino se le van clavando palos con lacerantes arpones de acero. Finalmente el aquelarre termina con la matanza del ya destrozado animal por el matador, un carnicero patoso que no siempre acierta la estocada.
La crueldad de la tauromaquia no logra ser escondida por los mitos que la rodean. El primer mito es el de la presunta agresividad del toro. El toro español no sería un bovino de verdad, sino una especie de fiera agresiva, un “toro bravo”. Como rumiante que es, el toro es un especialista en la huida, un herbívoro pacífico que solo desea escapar de la plaza y volver a pastar y rumiar en paz.
El segundo mito es la ficción de un combate que no existe. Dos no se pelean si uno no quiere, y el toro nunca quiere pelear. Como la corrida es un simulacro de combate y los toros no quieren combatir, el espectáculo taurino resultaría imposible, a no ser por toda la panoplia de torturas a las que se somete al pacífico animal, a fin de irritarlo y volverlo loco de dolor, a ver si de una vez se decide a pelear.
En 30 años ningún torero ha muerto en la plaza, mientras más de un millón de toros han perecido en las corridas
El tercer mito es que el torero corre un gran riesgo toreando a un animal mayor que él. De hecho, el riesgo del torero es mínimo. Aunque a veces se producen heridas lamentables, no hay que exagerar el presunto peligro mortal. El último torero muerto toreando fue José Cubero, el Yiyo, en 1985, en Colmenar Viejo. En los últimos 30 años ningún torero ha muerto en la plaza, mientras más de un millón de toros han sido matados en las corridas. El riesgo objetivo del torero es mínimo, un millón de veces menor que el del toro.
El cuarto mito es que todo lo tradicional, por cruel y abominable que parezca, estaría justificado por ser cultural. Pero el adjetivo “cultural” no es laudatorio, sino meramente descriptivo, y no implica juicio de valor alguno. Tan poderosa es la cultura que, sobreponiéndose al natural instinto de conservación, puede convertir a un hombre adoctrinado en un mártir suicida que se autoinmola para provocar una matanza. También puede sobreponerse al natural sentimiento de compasión, provocando el voyerismo taurino de la crueldad y la sangre.
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