Mi abuelo tenía 18 años cuando la Gran Guerra empezó. Había nacido en 1895 en Peli, en el norte de Italia, en la habitación alta de una casa frente a los Apeninos que bordean la Emilia Romagna. Vivía allí con sus padres y cinco hermanos, cuatro mujeres y un varón, que era el más chico. Fue apenas unos meses después del inicio de la guerra que el cartero llegó a Peli y le entregó a mi abuelo la primera carta que recibía en su vida. Era una tarde calurosa del final del verano y todavía estaban abiertas las flores blancas que crecen en matas en esa parte de los Apeninos. El cartero le entregó la carta y se fue. Él, en silencio pero moviendo los labios, leyó su nombre escrito en el frente del sobre. Enseguida, los padres y los hermanos fueron hacia él y lo rodearon. Mi abuelo abrió el sobre y leyó la carta en voz alta. Debía presentarse para incorporarse al ejército. La madre escondió la cara entre las manos. Él volvió a leer para saber dónde debía ir a pelear, pero la carta no decía nada sobre su destino, sólo afirmaba que tenía que presentarse en Milán. Hasta entonces, en sus 18 años, mi abuelo había recorrido a pie los pueblos más o menos cercanos a Peli pero nunca había dejado la montaña y ni siquiera conocía el mar de la Liguria porque jamás había bajado hasta el puerto de Génova.
Peli es un pequeño pueblo de la comuna de Coli, en la provincia de Piacenza, y está a unos 1000 metros de altura. Está formado por un núcleo de casas y calles muy angostas por las que sólo se puede circular caminando. Casi en el centro, en una ochava, sobre una pared exterior, hay un horno grande; cuando está encendido, el perfume del pan horneándose recorre el pueblo y lo envuelve. Desde muy pequeños, mi abuelo y sus hermanos aprendieron a cultivar la tierra. Los padres les habían enseñado a los hijos a labrar y los seis sabían sembrar, cuidar los almácigos y cosechar. Tenían también árboles frutales nuevos y un peral muy alto que en la primavera se cargaba de frutos carnosos y dulces. Tenían algunos animales y habían logrado comprar un bosque de castaños y hongos, pasando el castillo de Faraneto, a menos de una hora de Peli. A medida que cosechaban las castañas, las ahumaban en una habitación lateral para sacarles la humedad del bosque. Un olor seco de leños duros se concentraba en ese cuarto de paredes oscuras, tiznadas por el humo.
Al día siguiente de la llegada de la carta, toda la familia se levantó temprano. La hermana mayor preparó algo de comida para que mi abuelo se llevara. La madre le planchó la ropa y le zurció unas medias. El hermano menor, que se llamaba Modesto, caminaba detrás de él siguiéndolo por toda la casa. Las otras hermanas iban y venían sin saber bien qué hacer. El padre buscó en el fondo del ropero la pequeña caja de madera sin pintar en la que guardaba el dinero y acomodó el rollo de billetes al lado de la pila de ropa recién planchada. Antes de las nueve de la mañana, estaba todo listo. Mi abuelo revisó varias veces el bolso: documento, comida, una botella con agua fresca, dos peras grandes, un poco de ropa. Después, pellizcó una hogaza de pan que estaba sobre la mesa, se llevó las migas a la boca y se calzó el bolso al hombro. Salieron todos juntos de la casa y caminaron con el paso nervioso. Modesto iba pegado a él, agarrándolo del brazo; no quería quedarse solo atrás y por eso trataba de seguir el ritmo apurado de la caminata que tenían todos esa mañana. Lo acompañaron hasta la salida del pueblo. Lo abrazaron y se quedaron viendo cómo el mayor de los varones bajaba por el sendero de la montaña, hasta que ese cuerpo del hijo que partía se confundió con las manchas del camino. Hacía calor, nadie cantaba ese día en el pueblo, todo era silencio.
En 1918, cuando la guerra terminó todos los que habían sobrevivido a las matanzas volvían a sus casas. Después de cuatro años, la tierra había quedado devastada. Mi abuelo regresó a Peli a mediados de noviembre. Hacía apenas un mes que había cumplido los 23 pero tenía la piel escamada de tan seca; había perdido peso y rengueaba de la pierna izquierda. Por las noches le costaba dormirse y se levantaba muy temprano por las mañanas, con un amargor en la boca y unas ojeras verdosas que le enmarcaban la mirada. El mundo que había conocido ya no existía. Le costaba recuperarse. Tenía el cuerpo flojo y un zumbido en la cabeza que en el silencio se hacía más agudo y lo atormentaba. Durante el día pasaba mucho tiempo ensimismado. Sentía las piernas débiles, y una tristeza que crecía cuando empezaba a oscurecer y se pegaba a todo cuando caía la noche. A media mañana iba hasta el peral grande, el árbol que estaba más alejado de la casa. Su hermano Modesto lo acompañaba siempre. Primero, los dos juntaban las peras que se habían caído, después mi abuelo controlaba si alguna fruta había madurado, la sopesaba en su mano y, si estaba en su punto, entonces la arrancaba con cuidado de la rama. Los hermanos se sentaban bajo la copa del árbol, apoyaban la espalda en el tronco y comían las frutas jugosas. Los pájaros trinaban sobre sus cabezas. Gorriones, picazas, mirlos y golondrinas cantaban en los brotes más altos del peral. Los trinos atravesaban las ramas y llegaban limpios hasta ellos. A veces, mientras comían las peras, Modesto le pedía a mi abuelo que le hablara de la guerra, que le contara historias de soldados. Él no le contestaba, no quería contarle, ni a Modesto ni a nadie. De tanto en tanto, cuando algún pájaro tomaba envión para dejar el árbol, los dos hermanos, ahí abajo, oían el batido de alas; era como un susurro largo que se ahogaba.
Mi abuelo llegó a la Argentina a fines de 1923. Viajó solo y enseguida consiguió trabajo en el ferrocarril. Por esa época empezó un diario que escribió durante años. En mi familia, hay quien puede citar de memoria una oración, un párrafo breve entre la punzada y la congoja. Soy la única que no recuerda ese diario. Ni una oración corta, ni un par de palabras. En cambio, aunque no estuve allí, tengo memoria del instante preciso en que mi abuelo empezó a escribirlo:
El barco se mueve tanto que por las noches mi abuelo no puede dormir. Da vueltas para un lado y para otro sobre un colchón apelmazado hasta que amanece. La tercera noche no aguanta el insomnio. Afuera hay vientos cruzados que agitan las aguas. Mi abuelo se levanta con cuidado para no despertar a los hombres que duermen en las literas cercanas. Busca en el bolso el lápiz y el cuaderno que compró el mismo día que le entregaron el pasaporte. Lleva varias noches sin dormir. El mar está bravo. Él camina por un pasillo angosto y oscuro hacia la cocina donde tres ayudantes están pelando papas. Se sienta a la mesa más grande, que en el centro tiene un farol de luz tenue que hace bailar sombras delgadas sobre la superficie de madera. Abre el cuaderno y empieza a escribir. Las olas que rompen sobre las paredes del barco lo zarandean. Según el cuaderno se deslice hacia un lado o hacia otro, la luz del farol oscurece o ilumina las palabras de mi abuelo. Con los sacudones, el cuaderno se desacomoda tanto que mi abuelo no domina la escritura. Como puede, acompaña con el cuerpo esos vaivenes. Por momentos, mi abuelo no reconoce algunos trazos alargados en su propia caligrafía. Pero aun cuando siente que es otro el que llena las páginas, él escribe.
Al amanecer, mi abuelo está todavía en la cocina, sobre el cuaderno, leyendo lo que escribió durante la noche. Ya no siente cansancio en el cuerpo. Ahora lee, se lee a sí mismo y trata de entenderse en sus propias palabras. Los vientos están calmos desde la madrugada y por eso el barco, siguiendo el ritmo de las olas pequeñas, se balancea con suavidad. Afuera el sol se refleja sobre el agua en una lámina cristalina que proyecta una luz diáfana. Hace poco, una mañana, fui hasta la casa familiar a buscar el diario de mi abuelo. Pensé que estaría guardado en algún mueble, en el cajón de los documentos, en una bolsa. Llevábamos horas buscando cuando alguien recordó que el diario había estado en el sótano durante mucho tiempo, en una caja grande de cartón, con otras cosas en desuso y que un día, hacía algunos años ya, al bajar, encontraron la caja mojada por una filtración de agua. Parece que las hojas del diario estaban enmohecidas y la tinta se había corrido tanto que ya no se podía leer casi nada. Hubo que tirarlo. ¿Las palabras terminan siendo hebras húmedas, felpas?; ¿la letra es algo más que un dibujo que un día será una pelusa? Cuando el agua corroe la tinta, la palabra ya no nombra el dolor, sin embargo el dolor no se pierde ni siquiera en la lengua despintada. Algún día estas palabras también serán agua pero eso no importa. Ahora lo que importa es que no se ahoguen en el silencio de la oscuridad íntima que soterramos en las casas. Sólo escribo para eso, y porque él fue el primero que anotó la herida en un cuaderno y me enseñó a apuntar el sufrimiento en los papeles.
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Ángela Pradelli - El sol detrás del limonero
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