La historia de Kipi, la robot que ayuda a un profesor huancavelicano a dictar clase en los caseríos más alejados del Vraem
En el distrito de Colcabamba, provincia de Tayacaja, un maestro nos da a todos un inspirador ejemplo de amor a la vocación. Para hacer atractivas las lecciones en las casas de los alumnos, confinados por la pandemia, creó a una entrañable androide que habla, lee, canta y recita en quechua. Ya sea a pie o en burro, ambos siempre están en el camino. Tienen, pues, mucha tarea por hacer.
El laboratorio del profesor Walter Velásquez comenzó a funcionar hace 10 años en un cuarto de adobe sin ventanas. Allá bien metido en el Vraem, en el cruce de las regiones Huancavelica, Ayacucho y Junín. Arriba de los 3.000 m.s.n.m. “Ese lugarcito tenía su aire acondicionado natural”, contaría después divertido el joven maestro de primaria y secundaria con mención en Biología y Química. Allí empezó a almacenar chatarra electrónica para sus clases: radios, televisores viejos, planchas, teclados, discos, memorias. Todo lo que fuera útil como insumo y rudimento para que los chicos aprendiesen sobre física, robótica. En la zona no existen librerías, menos tiendas de tecnología. Con el tiempo su proyecto se convirtió en el único centro de creatividad e innovación de esa parte de la selva, el mismo en el que se ha gestado el nacimiento de muchas tareas, planes e inventos. El último, quizá, el más entrañable de todos: una robot que, por la pandemia, acompaña a su creador en la búsqueda de sus alumnos, casa por casa, para dictarles la lección. Ella habla, lee y recita en quechua y en español. Juntos se pasean por el distrito de Colcabamba, en la provincia de Tayacaja, pero sobre todo por caseríos lejanos, aquellos en los que solo se puede llegar caminando, en burro o llama. Donde no hay señal de celular, Internet, radio ni incluso electricidad. El androide se llama Kipi, y es tan querida por las decenas de estudiantes de Velásquez, que ya ha sido inmortalizada en la más preciada manifestación artística que los niños pueden producir por genuina admiración y cariño: en retratos y dibujos de ella sobre las páginas de sus cuadernos de colegio.
“Qipi significa en quechua cargar (yo cambié la q por k). Le puse así porque lleva en su espalda un panel solar con el que captura energía para funcionar por horas. Los chicos la quieren mucho y ponen muchísima atención a las clases con ella”, narra quien en el 2012 se consagraría como el ganador del concurso nacional “El maestro que deja huella”, ello gracias a la creación de un software pedagógico que facilitaba el aprendizaje de los chicos. Hoy, a los 32 años, Walter tiene una maestría y un doctorado en Educación, y aunque le han ofrecido trabajo fuera de su comunidad, con remuneraciones más altas, él no tiene intenciones de dejar su puesto en la escuela pública Santiago Antúnez de Mayolo, de Colcabamba. No quiere dinero, ha dicho, sino cambio social. Que los muchachos y muchachas tengan la oportunidad de educarse para decidir lo que quieren ser. “Si ellos desean seguir una carrera está bien. Y si desean ser campesinos, también. Pero que tengan la chance de optar, no de resignarse”, narra Walter.
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