Un buen artículo escrito por Arthur C. Brooks en el New York Times sugiere que todavía es tiempo para cambiar los propósitos de Año Nuevo y uno muy bueno sería meditar más sobre la muerte este año. La meditación sobre la muerte para mejorar nuestras vidas es para nuestros conceptos una paradoja, pero de ahí nace su enorme beneficio.
Brooks cuenta su sorpresa de descubrir que una de las meditaciones más recurrentes entre los monjes budistas es contemplar la muerte, incluyendo la de su propio cuerpo (algunos monjes observan fotos de cadáveres). Los budistas saben algo que todos sabemos: que la muerte es inevitable, pero tienen especial conciencia en algo que nosotros olvidamos: que en este mundo todo es impermanente y no hay mucho que ganar apegándonos a nuestro cuerpo o a nuestro ego.
La meditación sobre la muerte tiene otro importante recordatorio. Para los budistas nacer en un "cuerpo de ocio", como le llaman, es una bendición puesto que permite acercarse a la liberación (existen en su visión del mundo numerosas otras posibles encarnaciones, las cuales no facilitan esta labor de alinearse con el Dharma). Brooks hace a partir de esto una pregunta secular que todos podemos hacernos: "¿Estoy haciendo uso apropiado de mi escasa y preciosa vida?". La muerte nos llama a desbrozar el camino y concentrarnos en las cosas que verdaderamente tienen significado. Todos hemos visto esas películas en las que el protagonista que sabe que va a morir se transforma y hace lo que siempre quiso hacer. Más allá del cliché, todos estamos en esa apremiante situación. Meditar sobre ello es la única forma de encontrar esa energía medular.
Para contrastar la gran división que parte en dos nuestra vida cotidiana, Brooks compara estadísticas sobre la satisfacción que obtuvo un grupo de mujeres en un estudio. Pese a que estas mujeres estadounidenses recibieron mayor satisfacción de actividades como meditar, rezar o alguna otra actividad de tipo espiritual que ver televisión, esto no les impidió pasar cinco veces más tiempo viendo TV que haciendo una actividad ligada a lo primero. El ejemplo es ilustrativo y creo que puede extenderse a otros países y a otras actividades. Ya sea que pasemos mucho tiempo en Internet y entonces no le dediquemos el tiempo a esas lecturas que nos dejan verdaderamente satisfechos o a las caminatas por el bosque que sabemos que nos hacen tanto bien.
Lo anterior es sintomático de lo que me parece es el gran problema del hombre occidental: una falta de disciplina, especialmente una disciplina orientada al trabajo de su propia conciencia; la falta de disciplina se traduce en una impotencia: sabemos que hay ciertas cosas que debemos de hacer estar más tranquilos y mejorar nuestra vida pero no las podemos hacer porque somos víctimas de nuestros malos hábitos y apetitos. Encontramos mucha disciplina cuando se nos obliga o tenemos una motivación económica, pero difícilmente cuando no existe una autoridad ni algo inmediatamente tangible (como un premio material). Nos cuesta trabajar sobre el vacío, sobre lo indeterminado, hacia un bien interno que no puede forzarse. Manly P. Hall decía que la diferencia entre un hombre sabio y uno ignorante es que el primero hace con gusto lo que el segundo sólo hace cuando lo obligan a hacerlo. Bien se pudo haber referido a una práctica como la de meditar todos los días sobre la muerte. Esto no debe ser una pena, sino una serena alegría.
Brooks observa que nuestra preferencia al fácil (y en muchas formas deprimente) entretenimiento no refleja una preferencia verdadera por este tipo de contenidos y distracciones. Refleja un estado mental distraído, internamente dividido y deficiente en cierta forma: "Pasamos mucho más tiempo pensando en el pasado y en el futuro que en el presente; estamos mentalmente en un lugar y físicamente en otro. Sin esta conciencia, ilusamente desperdiciamos el momento presente en actividad de bajo valor".
Meditar sobre la muerte es una actividad de alto valor, como lo demuestran algunos estudios citados por Brooks. Contrario a lo que uno esperaría, contemplar la muerte no hace que la gente gaste más su dinero (la idea de que no hay mañana y entonces gastemos todo hoy no parece aplicar a la conciencia de la muerte). En realidad esto se explica fácilmente: pensar la muerte nos coloca en un estado de conciencia de la esencia, y el dinero no es realmente importante. También desafiando prejuicios, la muerte no hace a las personas más serias, sino las hace sintonizar con mayor sensibilidad el humor, según otro estudio. Y es que la risa proviene generalmente de no tomarnos las cosas demasiado en serio, y ante la muerte, nuestras preocupaciones mundanas dejan de parecer tan importantes.
Pensar en la muerte es una forma de aligerar nuestro paso por la Tierra, liberándonos de todo lo irrelevante antes de que sea un peso paralizante además de absurdo, ya que la muerte infaliblemente nos lo arrebatará. Esto nos lleva a nuestra propia tradición filosófica. Para Sócrates, la filosofía era esencialmente una meditación sobre la muerte, un entrenamiento diario encaminado a purificar el alma para que pudiera liberarse de la prisión de la materia. En los antiguos misterios, como los de Eleusis, los neófitos atravesaban una especie de recreación de su propia muerte con el fin de producir una transformación en su conciencia. La muerte era (y es) la más poderosa herramienta para dirigir la conciencia a la contemplación de los valores e ideales que trascienden la banalidad y la vanidad. Más allá de que creamos en la inmortalidad del alma o en la continuidad del karma o no, la muerte tiene la función esencial de llevarnos a la profundidad, de acercarnos a una región desde la cual no podremos actuar más que desde y hacia lo necesario y entonces no tendremos tantos pensamientos insignificantes que nos distraigan.
Twitter del autor: @alepholo
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