Uno de estos días, hablando con unos amigos nos planteábamos diversas cuestiones sobre el porqué de la situación en la que políticamente se encuentra el país:
Llevamos casi un año sin gobierno porque cuatro políticos son incapaces de ponerse de acuerdo, mínimamente, para que alguno de ellos gobierne. Además, hay 350 supuestos representantes de los españoles y llevan un año sin hacer absolutamente nada, cobrando y viéndolas venir. Los propios políticos reconocen su fracaso y siguen igual. Son ellos, los líderes, los que hablan de la necesidad de reformas, de la Constitución, de la ley electoral y de muchos más aspectos fundamentales en una democracia, y nadie mueve un solo dedo para intentar hacer lo que dicen que hay que hacer.
Una y otra vez escuchamos las mismas vaciedades, los mismos tópicos, los mismos eslóganes. Por estulticia, malicia o simple incompetencia, todo un país está en manos de una persona que, contra toda razón, impide el gobierno y paraliza las instituciones. Cuando la tribuna parlamentaria de una nación sirve de altavoz a quienes no acatan las leyes de la democracia y pretenden desmembrar esa misma nación.
Concluíamos que alguna cosa estaba fallando en un sistema impotente para resolver los problemas que él mismo ha creado y da paso a inútiles y aprovechados que, por ende, constituyen un problema con su sola participación en la vida política. Finalmente, todos nos sentíamos culpables al reconocer que tal vez fuéramos los votantes los que hemos fallado, especialmente en la segunda votación.
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