Corría bríoso sobre los montes peninsulares. Imponente y orgulloso, se paseaba por los campos y los pueblos. Oculto entre la espesa negrura de las noches estivales. Furtivo.
Ningún mortal era digno de su figura, a menos que él decidiera encantar a alguna mujer, quienes eran sus únicas víctimas. Las noches de plenilunio acechaba a la mujer más hermosa de su territorio, olfateaba en ella los amores perdidos en la cercanía, la convertía en su presa. Temido por los campesinos, rendían tributo a su ferocidad. Y en sus letanías nocturnas, pedían por su distanciamiento de los jacales.
No se sabía con certeza el origen de aquella bestia lunar. Sólo se impregnaba el aire de los valles con la frialdad de sus vahos, y se escuchaba el tenue rumor de su andar entre las hojas secas.
Sus ojos fatuos acentuaban el hocico que se contraía para mostrar la dentadura ebúrnea, llena de rencor. Su aspecto general se asemejaba al de un felino, tal vez un jaguar, pero tenía sus propias distinciones. Su tamaño se acercaba al de un caballo pequeño, con manchas pardas sobre un pelaje pálido, grisáceo, el lomo cubierto por crines blancas hirsutas, la misma blancura revestía el pecho erguido, y la cola se alargaba abarcando casi la longitud de su cuerpo, anillada por halos rojizos.
La sobrenaturalidad que emanaba tenía un precio: la tristeza.
El dzulúm era una criatura triste y solitaria, maldito, moldeado por los dioses mayas. Él era único entre las bestias que nacen y se arrastran, entre las que vuelan y reptan en los bosques, entre las que se sumerjen y nadan en los mares azulados, era el único de su especie, era una divinidad.
El rencor se dibujaba en su semblante, y la fuente del rencor era la enemistad de las bestias, que huían a su paso por las selvas. De los monos araña que trepaban agilmente a las copas de los árboles, de las serpientes venenosas que se revolvían despavoridas en la hojarasca, del jaguar, que cobardemente escapaba entre la espesura y el verdor de los arbustos, de todos los mamíferos, reptiles, aves y peces, que no daban tregua a su presencia.
Era una bestia sumamente melancólica.
Una noche de luna llena cuando el ulular del viento perecía en las arboledas y el ambiente estaba impregnado de humedad, el dzulúm visitó un pueblo, un pueblo de pequeñas dimensiones y chozas humildes, un pueblo que evocaba la nostalgia. Dicho lugar poseía una población de no más de cien personas que trabajaban todo el día para el sustento diario. Entre las mujeres del pueblo se encontraba una bella joven, india, de hermosura inverosímil. De su hombro sobresalía una trenza prolongada hasta la cintura, un huipil floreado disfrazaba su silueta esbelta de senos firmes y un talle torneado de perfección divina, sus ojos eran grandes y negros, fulgentes como el sol en las mañanas estivales, su nariz aguileña y pequeña, posada sobre unos labios carnosos de miel de maple. Pero mas que su figura, lo que de verdad la hacía hermosa era su enamoramiento.
Ella estaba enamorada de un joven hijo de españoles, rubio y barbado de facciones afables y tristes, era el encargado de la supervisión de las cosechas para la hacienda de su padre. Ellos se habían visto por primera ves cuando aun eran niños, su padre lo había llevado a conocer el campo y el pueblo. Ella cargaba una canasta de mimbre con contenido frutal y se dirigía al jacal donde dormía cuando se tropezó con él. La canasta cayó esparciendo las frutas en el suelo de tierra, él se sintió avergonzado y le ayudo a recogerlas. El padre del niño no vaciló en alejarlo de la niña india derramando sobre ella una mirada de desprecio. Desde ese instante había sucumbido al hechizo perpetuo del amor y él ya no hallaba pretexto para encontrarse con su mirada.
Aquella noche en la que el dzulúm rondaba por el pueblo, ellos pactaron verse en el campo. Ella se había escapado sigilosamente de su choza para no despertar a su padre, él de igual manera se había escabullido por la hacienda para salir rumbo al pueblo.
Ella se aventuró con premura hacia el campo ignorando las advertencias de la bestia majestuosa, sorda por amor. Ya por los límites del pueblo percibió un aroma de flores dulces cada vez más denso, lo siguió como encantada y se encontró con la imagen febril de la cola anillada del dzulúm, pensó en correr pero la bestia volteó y encontró sus ojos, a partir de ese instante padeció el hechizo mortal del yugo del dzulúm. El dzulúm se adentro en la selva y la mujer le siguió como enamorada, caminaron juntos por la senda que fraguaba la bestia, así hasta que la espesura del ramaje colmó todo de sombras.
El joven criollo nunca supo la verdad del porque no llegó aquella noche de luna llena al campo la joven india de hermosura inverosímil, nunca volvió a verla ni a saber nada de ella. Se volvió cautivo de las cadenas del desamor. El día después de aquel crepúsculo aciago, viajo al pueblo en busca de una justificación y sólo encontró a una población enrarecida hablando en su lengua extraña. La única palabra pudo reconocer ese día fue la siseante “dzulúm”.
Ningún mortal era digno de su figura, a menos que él decidiera encantar a alguna mujer, quienes eran sus únicas víctimas. Las noches de plenilunio acechaba a la mujer más hermosa de su territorio, olfateaba en ella los amores perdidos en la cercanía, la convertía en su presa. Temido por los campesinos, rendían tributo a su ferocidad. Y en sus letanías nocturnas, pedían por su distanciamiento de los jacales.
No se sabía con certeza el origen de aquella bestia lunar. Sólo se impregnaba el aire de los valles con la frialdad de sus vahos, y se escuchaba el tenue rumor de su andar entre las hojas secas.
Sus ojos fatuos acentuaban el hocico que se contraía para mostrar la dentadura ebúrnea, llena de rencor. Su aspecto general se asemejaba al de un felino, tal vez un jaguar, pero tenía sus propias distinciones. Su tamaño se acercaba al de un caballo pequeño, con manchas pardas sobre un pelaje pálido, grisáceo, el lomo cubierto por crines blancas hirsutas, la misma blancura revestía el pecho erguido, y la cola se alargaba abarcando casi la longitud de su cuerpo, anillada por halos rojizos.
La sobrenaturalidad que emanaba tenía un precio: la tristeza.
El dzulúm era una criatura triste y solitaria, maldito, moldeado por los dioses mayas. Él era único entre las bestias que nacen y se arrastran, entre las que vuelan y reptan en los bosques, entre las que se sumerjen y nadan en los mares azulados, era el único de su especie, era una divinidad.
El rencor se dibujaba en su semblante, y la fuente del rencor era la enemistad de las bestias, que huían a su paso por las selvas. De los monos araña que trepaban agilmente a las copas de los árboles, de las serpientes venenosas que se revolvían despavoridas en la hojarasca, del jaguar, que cobardemente escapaba entre la espesura y el verdor de los arbustos, de todos los mamíferos, reptiles, aves y peces, que no daban tregua a su presencia.
Era una bestia sumamente melancólica.
Una noche de luna llena cuando el ulular del viento perecía en las arboledas y el ambiente estaba impregnado de humedad, el dzulúm visitó un pueblo, un pueblo de pequeñas dimensiones y chozas humildes, un pueblo que evocaba la nostalgia. Dicho lugar poseía una población de no más de cien personas que trabajaban todo el día para el sustento diario. Entre las mujeres del pueblo se encontraba una bella joven, india, de hermosura inverosímil. De su hombro sobresalía una trenza prolongada hasta la cintura, un huipil floreado disfrazaba su silueta esbelta de senos firmes y un talle torneado de perfección divina, sus ojos eran grandes y negros, fulgentes como el sol en las mañanas estivales, su nariz aguileña y pequeña, posada sobre unos labios carnosos de miel de maple. Pero mas que su figura, lo que de verdad la hacía hermosa era su enamoramiento.
Ella estaba enamorada de un joven hijo de españoles, rubio y barbado de facciones afables y tristes, era el encargado de la supervisión de las cosechas para la hacienda de su padre. Ellos se habían visto por primera ves cuando aun eran niños, su padre lo había llevado a conocer el campo y el pueblo. Ella cargaba una canasta de mimbre con contenido frutal y se dirigía al jacal donde dormía cuando se tropezó con él. La canasta cayó esparciendo las frutas en el suelo de tierra, él se sintió avergonzado y le ayudo a recogerlas. El padre del niño no vaciló en alejarlo de la niña india derramando sobre ella una mirada de desprecio. Desde ese instante había sucumbido al hechizo perpetuo del amor y él ya no hallaba pretexto para encontrarse con su mirada.
Aquella noche en la que el dzulúm rondaba por el pueblo, ellos pactaron verse en el campo. Ella se había escapado sigilosamente de su choza para no despertar a su padre, él de igual manera se había escabullido por la hacienda para salir rumbo al pueblo.
Ella se aventuró con premura hacia el campo ignorando las advertencias de la bestia majestuosa, sorda por amor. Ya por los límites del pueblo percibió un aroma de flores dulces cada vez más denso, lo siguió como encantada y se encontró con la imagen febril de la cola anillada del dzulúm, pensó en correr pero la bestia volteó y encontró sus ojos, a partir de ese instante padeció el hechizo mortal del yugo del dzulúm. El dzulúm se adentro en la selva y la mujer le siguió como enamorada, caminaron juntos por la senda que fraguaba la bestia, así hasta que la espesura del ramaje colmó todo de sombras.
El joven criollo nunca supo la verdad del porque no llegó aquella noche de luna llena al campo la joven india de hermosura inverosímil, nunca volvió a verla ni a saber nada de ella. Se volvió cautivo de las cadenas del desamor. El día después de aquel crepúsculo aciago, viajo al pueblo en busca de una justificación y sólo encontró a una población enrarecida hablando en su lengua extraña. La única palabra pudo reconocer ese día fue la siseante “dzulúm”.
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