NAUFRAGIOS
Lapidando a la abuela
Después de morir el abuelo, la abuela Amparo debió echarse como una decena de novios. Se los echaba en Benidorm, a donde la mandó mi madre con el Imserso en los 80 para pasar el luto. Entonces empezó a desaparecer durante meses. A veces se presentaba con alguno en casa, y yo puteaba a mi padre con que no tenía huevos de llamar a alguno "papa". El pobre se ponía de los nervios. Luego, esos hombres, simplemente se morían.
La abuela Amparo era muy atractiva incluso superada la barrera de los 75, que debe ser una barrera como la muralla China. Cuando le preguntaban su secreto hablaba de un vaso de agua templada en ayunas, tal cual venía del grifo. La fría se la echaba en las tetas al salir de la ducha. Decían que era una adelantada a su tiempo, pero yo creo que lo que intentó fue frenarlo con todas sus fuerzas.
Mi abuela es la mujer a la que más he querido en toda mi vida. Vivía con ella tres meses al año en Sanxenxo, veía boxeo de madrugada en la gallega, cerraba mis explicaciones imbéciles sobre alguna ex con un: "Ya, es que era muy guapa la muy hija de puta". Cuando se le fue la cabeza yo estaba lejos. Regresé pensando que no me reconocería pero tuve suerte. Una sonrisa de segundos. Me preguntó si era feliz, y le dije que sí besándole las manos. A la semana siguiente se fue.
Se había pasado treinta años pidiéndome que tirara sus cenizas al mar. Y aquel agosto me traje unas pocas a Ibiza en un joyero de madera que mi madre selló con cinta aislante porque no tenía cierre. Mientras lo hacía le di la lata con mi temor a que se abriera en la maleta y la abuela se esparciera por todas la ropa, así es que agotó el rollo.
Cuando llegué a las rocas de la torre de Cala Conta lancé el joyero pensando que se hundiría, pero no lo hizo. Tampoco se abrió. La caja empezó a dar vueltas y vueltas arrastrada por la corriente. Las olas le pasaban por encima. Desaparecía y volvía a aparecer perfectamente sellada. No quería ni pensar que alguien pudiera encontrarla. Los barcos pasaban demasiado cerca y la corriente la acercaba hacia la playa. Me desnudé para recuperarla pero el mar había elegido ese día para transformarse en una bolsa inmensa y rosada de medusas.
La perseguí unas dos horas siguiendo la línea de costa mientras empezaba a anochecer. Iba a aparecer en alguna orilla intacta. Estaba al borde de un ataque. Lloré como no había llorado la noticia de su muerte. Así es que agarré una piedra y la lancé contra el joyero. La primera con timidez, pero luego le lancé otra, y luego otra, y luego otra más grande. Algunas le daban, la mayoría no. Cuando acertaba el joyero se hundía y volvía a salir intacto a la superficie. Lancé decenas de piedras enormes contra la abuela hasta que el joyero se abrió. Pude ver escaparse hacia el fondo un chorro espeso de ceniza. Me dejé caer al suelo casi sin tiempo para gritarle que lo sentía, y por última vez que te quiero.
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