Pasé una mañana con los testigos de Jehová para entender a Dios
Ahí están. Como ayer, y antes de ayer. Como todos los días. Agazapados en una sombra minúscula para protegerse del calor abrasador que hace estos días en Madrid. Repartiendo libritos que explican lo que realmente significa La Biblia. Regalando folletos que son, en realidad, un pasaporte al paraíso. A la paz interior, la felicidad y la reconciliación con todas y cada una de las criaturas de Dios. Bueno, eso dicen ellos.
DANI CABEZAS | @danicabezas1 | Madrid | Actualizado el 15/08/2017 a las 21:48 horas
Empecemos por el principio: soy un ateo convencido, pero no siempre fue así. Como buena parte de los chicos de mi generación, hice la comunión. Y no sólo por los regalos: con 10 años estaba convencido de que un señor barbudo y bondadoso me escuchaba cuando rezaba por las noches. De que a aquel cura al que le confesaba que había roto un juguete de mi hermano o desobedecido a mi madre -no tenía nada más que contarle, era un niño al fin y al cabo- realmente le importaba lo más mínimo. Y de que las penitencias que me imponía, que básicamente consistían en rezar una vez tras otra el Padrenuestro, servían para algo.
Pero llegué a la adolescencia y mi sentimiento religioso fue menguando hasta convertirme en lo que soy hoy en día: una persona que sigue tratando de apostatar para darme de baja cuanto antes de todo este tocomocho tan bien montado que es la Iglesia Católica.
Por todo ello, la presencia constante de una pareja de Testigos de Jehová en la puerta de mi casa no me resulta agradable. Entiéndaseme bien: no molestan. Son educados, te saludan al pasar y hasta huelen bien. Pero es evidente que se aprovechan de la ignorancia, la debilidad o la necesidad de pertenencia al grupo de la gente -o de una mezcla de todas ellas- para, hábil y sutilmente, captar nuevos fieles de lo que a todas luces es una secta peligrosa.
Y pese a todo, yo quería hablar con ellos. Saber cómo se lo montan para tratar de convencerte de que su causa merece la pena. Hacerles una entrevista y, por qué no, invitarles a una cerveza. Aunque esto último iba a estar complicado.
“Hola, ¿has leído la Biblia?”, me interpeló nada más acercarme el hombre, un español de unos 50 años trajeado y milimétricamente repeinado. A su lado, una sonriente y atractiva joven ataviada con una falda larga y una camisa abotonada hasta el cuello. “Alguna cosa, pero no mucho”, acerté a responder con un aire deliberadamente dubitativo. “Pero eres una persona religiosa, ¿verdad?”, me inquirió, sin darme casi tiempo a contestar. “Por eso te has acercado a nosotros”. Me encogí de hombros. “Bueno, tengo mis dudas, como todo el mundo”. La sonrisa se hizo aún más grande.
Empezamos bien, me dije en aquel preciso instante. Aquí era yo quien quería hacer las preguntas, y el tipo no me lo iba a poner fácil. Además, me hablaba a muy pocos centímetros de mi cara, y cada vez que intentaba que corriera un poco de aire entre nosotros, se acercaba aún más. Sí: hay pocas cosas más irritantes que las personas que hacen eso.
“Aquí están todas las respuestas”, me dijo colocando en mis manos un pequeño libro de bolsillo. Pero yo quería que me las contaran ellos, así que contraataqué con algo sencillo: “¿Vosotros qué sois? ¿Mormones?”, pregunté, como si no lo supiera. “No. Somos Testigos de Jehová, una congregación presente en todo el mundo”.
Y tanto que es así. Los Testigos de Jehová cuentan con más de ocho millones de fieles distribuidos por 240 países. Son los herederos de los conocidos como Estudiantes de la Biblia, y básicamente hacen su propia reinterpretación del mayor bestseller de todos los tiempos en una edición a la que llamaron ‘Traducción del Nuevo Mundo de las Santas Escrituras’.
Consideran a Jesucristo hijo de Dios, pero no Dios en sí mismo. No celebran la Navidad por sus orígenes paganos. Tampoco los cumpleaños, ni prácticamente cualquier fiesta. De hecho, ni siquiera creen que el domingo deba ser un día de descanso. Consideran pecado la masturbación, la fornicación, la homosexualidad, el aborto y un largo etcétera. ¿Quién querría pertenecer a algo así?
Los ungidos
La respuesta es sencilla: aquellos que quieran salvarse. Porque si de algo están convencidos los Testigos de Jehová, como toda buena secta que se precie, es de que el fin del mundo está a la vuelta de la esquina. Y sólo los que denominan “los ungidos”, que viene siendo como el ‘dream team’ de los propios Testigos de Jehová, irán al cielo. El resto, ya seamos católicos, protestantes, judíos, musulmanes, budistas o (sobre todo) ateos, estamos condenados a arder en el infierno por toda la eternidad. Y eso ya no mola, amigos.
Para el psicólogo y psicofarmacólogo Marcos Hitos-Benavides, el punto fuerte de organizaciones como los Testigos de Jehová reside en su capacidad de otorgar una identidad de pertenencia a un grupo social. “La religión o la espiritualidad proviene de una eficacia biológica y adaptativa, como ya describe Michael Blume en “La evolución de la religiosidad” (2009); con la formación del córtex prefrontal, los humanos adquirimos la capacidad de autorreflexión, y con ello, la duda sobre el sentido de la vida”, explica.
Ese afán de inventarnos figuras divinas que expliquen las cosas que no entendemos viene desde la más tierna infancia. “Ya los niños creen intuitivamente en la persistencia del alma tras la muerte, así como de la existencia de una instancia sobrenatural”, apunta Marcos.
“Por tanto, existe un mecanismo biológico preparado para estos procesos cuya razón de ser podría ser adaptativa. Una fe común, unos preceptos y unos rituales obligatorios refuerzan la cohesión y confianza en el seno del grupo, favoreciendo las actitudes de ayuda y colaboración grupal, además de la formación de una identidad que aunque en muchos casos pueda ser reflexionada, termina siendo un proceso emocional. Y como tal, funciona desde mecanismos primitivos neurobiológicos no reflexivos, mucho más poderosos”.
Pese a que pasó a la historia como padre del psicoanálisis, Sigmund Freud fue también un brillante antropólogo. En su obra “Porvenir de una Ilusión” (1927) explicaba, según recuerda Marcos, que “la génesis de las ideas religiosas es la indefensión de la humanidad ante las fuerzas de la naturaleza, cruel e inexorable, que nos muestra continuamente nuestra debilidad y crea en el hombre una situación de temor, angustia y daña su narcisismo natural.
De la misma manera que el hombre desarrolla una resistencia proporcional contra las instituciones de la civilización también se defiende de los poderes prepotentes de la naturaleza y de la amenaza del destino. La manera de hacerlo es humanizándola ya que de esta forma nos sentiremos más tranquilos. Proyectamos la figura de un padre que nos castiga y una madre que nos abraza, una naturaleza que es al mismo tiempo peligro y límites, pero nos cuida y nos otorga lo necesario para vivir”.
Toda esa esa preparación humana biológica, psicológica y antropológica para la espiritualidad es, en opinión de Marcos, “el caldo de cultivo perfecto” para el reclutamiento por parte de las sectas, donde inciden ciertos rasgos que multiplican la vulnerabilidad.
La clave sería el poder de la cohesión grupal que ofrecen, esos lazos interpersonales y sentimiento grupal que nos otorgan, como describen Rodney Stark y Williams Sims en su artículo, pionero en este aspecto, “Networks of Faith: Interpersonal Bonds and Recruitment to Cult and Sects” (1980). Aquellas personas con carencias de sentimiento de pertenencia grupal, necesidades afectivas interpersonales, desadaptadas o con una débil formación de su identidad son las más vulnerables.”
Temas espinosos
La conversación avanzaba a ritmo lento. Conseguí hacerme con el control de la situación y ser yo el que hiciera las preguntas. “¿Qué opináis de la homosexualidad? ¿De hacerse pajas? ¿Del aborto?”. Iba a ser difícil sacarle algo comprometido. “Todas las respuestas están aquí”, me repetía sin cesar. “Incluso las que todo el mundo se hace: ¿por qué permite Dios el sufrimiento? ¿Hay vida después de la muerte? Porque tú te haces esas preguntas, ¿verdad?”. Es cierto. Me las hago constantemente.
Llegado un momento de cierta incomodidad, se le ocurrió una idea. “Mira, ¿tienes cinco minutos más?”, preguntó. Pues claro, hombre. Para eso estoy aquí. “Te quiero poner un vídeo”. Y entonces sacó una tablet, rebuscó en la moderna y bien organizada web de jw.org y le dio al play a uno de los muchos vídeos que aloja. De nuevo, personas de todas las razas muy sonrientes y felices. Qué envidia de gente.
No hubo lugar para los temas incómodos. Ni una palabra sobre los casos de abusos sexuales que salieron a la luz el años pasado, ni de cómo trataron de obligar a las víctimas a callar. Nada sobre su reciente prohibición en Rusia. Apenas una sonrisa condescendiente cuando le sugerí lo que muchos piensan: que los Testigos de Jehová son una secta peligrosa de la que, según quien ha estado dentro, es más que difícil salir. Y una invitación formal a pasarme por sus reuniones semanales en el local que los Testigos de Jehová tienen en mi barrio, como en todos los barrios.
Por alguna razón, pareció interpretar que no me vería por allí. “De todas formas, quiero agradecerte que te hayas acercado a nosotros sin prejuicios”, me dijo poco antes de irme, de nuevo a escasos centímetros de mi cara. Y yo también me alegro: ahora ya puedo emitir un juicio desde el conocimiento.
Afirmar con rotundidad que la exquisita educación de mis nuevos amigos, su impecable indumentaria y seductor tono de voz me han conquistado. Que a partir de ahora me consagro a Jehová, renuncio a Satanás y dejo de masturbarme. Que trataré de convencer a mis amigos homosexuales de que su afición a la sodomía hace llorar a Dios nuestro Señor. Y que haré todo lo que pueda para formar parte de los Ungidos. Si hace falta, ponerme en pleno julio a aguantar a periodistas que en el fondo sólo quieren mofarse de mi manera de ver el mundo.
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